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A donde quiera que fui, siempre hubo un bar que me eligió y un yo encantado de ser elegido: la Tartana, el Pala, el Medayo, la Oca, la Pequeña, los Robles. Tabernas vivas, tascas lo suficientemente a mano como para convertir su territorio en otra ... habitación de mi casa, a los cantineros en compañeros de piso, en amigos. No por casualidad el epígrafe de esta columna reza 'al pie de un café'. Uno, históricamente no sobrado de posibles, por el precio de un café, dos a lo sumo, pasó horas tomando notas mientras leía varios periódicos.
No solo; cuando andaba alguna clase por cobrar, me fiaban las bravas o la tortilla que mataban el hambre: «ya me lo darás». Escucho a gente reclamándose orgullosos de que nadie les haya regalado nada. Desconfío. Que nadie te haya dado nada es, de por sí, un desdoro. Quien tal afirma nunca hizo mérito para recibir, nunca nada va a ofrecer.
La ciudad sin bares es un espacio triste, un escenario aséptico, fantasmagórico. Deambulamos sin hacer parada en un espacio común. Común, comunicarse. Todos cerrados a la vez supone lo dicho y un drama económico; el cierre de cada uno, un pellizco emocional. A ello ya íbamos: cada día había un bar menos. La pandemia solo ha acelerado un proceso inexorable: la desaparición de los locales de corto y chato; su sustitución por otros mucho más impersonales.
Sea la lágrima por uno de ellos: Juan, el del Medayo. A su vera y a la de Charo empecé a desentrañar los hilos que componen un barrio. Alguna pena y mucha hambre calmé gracias a ellos en la calle Perpendicular. La enfermedad le hizo dejar el bar, ahora nos ha dejado él.
Se acabó Juan. Se acabó, Juan. Ojalá tras la vida hubiera un sitio en que pudieras recibir lo que ofreciste. No acabaría.
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