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El poder del nuevo coronavirus reside en su capacidad de contagio. La inmunidad no está garantizada en humanos, tampoco es infranqueable la materia inerte. Este sabio microorganismo contamina todo cuanto alcanza. Abandona parcialmente su huésped para invadir otro cuerpo. Ahí reside su éxito y ahí ... comienza la dura batalla para encontrar una vacuna que lo neutralice. Pero la infección va más allá del cuerpo o de los objetos. La covid-19 nos ha impuesto la hibernación. Lo ha hecho con las relaciones sociales, con la economía. No obstante, este estado de letargia es temporal y, con todas las cautelas, ya estamos asistiendo a micro despertares que alimentan el alma y activan el tejido productivo.
El tsunami del coronavirus no ha tenido reparos y ha impactado de forma virulenta contra los más vulnerables. La brecha social amenaza con transformarse en una auténtica falla. Familias completas sobreviviendo con un subsidio que apenas les alcanza para las necesidades básicas a las que ahora deberán sumar la compra de mascarillas. Es difícil de digerir, como lo es el hecho de que los niños de esas casas se han quedado por el camino de la educación on line. Ya se quedaban atrás con la presencial, compartiendo ocho ordenadores entre 200 alumnos y ahora, en casa, un teléfono móvil entre cuatro hermanos.
Urge encontrar una vacuna. Una que corrija los desequilibrios que está generando esta crisis sanitaria. La hibernación ha de servirnos para tomar conciencia de que nadie debe quedarse al otro lado de la falla. Todos en el mismo terreno y con las mismas oportunidades. Esta vacuna no se fabrica en los laboratorios ni está en manos de los científicos de mayor prestigio. Esta vacuna la fabricamos entre todos.
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