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Estaba clarísimo que se prolongaría el estado de alarma por el coronavirus más allá de las dos semanas iniciales, tal y como aprobó anteayer el Congreso. Entiendo lo desesperante y aburrido que llega a ser el confinamiento obligatorio, aunque me temo que estos quince días ... a mayores no serán los últimos. Dicho lo cual, confieso que le he cogido cierto gustillo a eso de permanecer en casa: me levanto a la hora que quiero, desayuno con más calma que nunca, recorro el pasillo y las habitaciones unas cien veces al día y ojeo en el móvil algunas de las múltiples chorradas que circulan por las redes. Cuando me canso de tanta memez leo un libro, aprendo recetas de cocina a sabiendas de que no las perpetraré jamás porque lo único que sé hacer (por ahora) sin liarla parda es usar el microondas y aliñar las ensaladas. La única actividad social concreta es asomarme a la ventana a las ocho en punto de la tarde y aplaudir a los servidores sanitarios que se están dejando la piel por nosotros. Al acabar, me pego a la tele para ver algún concurso o una peli de las muchas a las que tengo acceso.
Y esa es mi vida, a la que estoy cogiendo el gusto sin necesidad de pasear por la calle Santiago, renunciando a comidas absurdas y disfrutando de un silencio callejero que, lo reconozco, da respeto. Cuando abran la veda, y aunque estoy cansado de descansar, no sé si me acostumbraré a volver a lo de siempre…
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