Soñar, es quizá lo más necesario que existe, más necesario incluso que ver. Si un día me dijeran: estás obligado a elegir entre soñar y ... ver, yo elegiría sin duda soñar. Creo que con la imaginación y el sueño se soporta mejor la ceguera. Sin sueños, la vida no sería fácil». Esta frase es del cineasta iraní Abbas Kiarostami, un heredero de Roberto Rossellini. Su reivindicación de los sueños no es, pues, obra de un visionario, sino la del que sólo aspira a captar con su cámara la presencia del mundo. Como si hablar de presencia fuera hablar de pensamiento, hablar de alguien mirando.
Pero mirar no es limitarse a percibir pasivamente las cosas, sino adentrarse en ellas, percibir su vida escondida. Tienen que ver con la atención, con la renuncia a poseer, es un acto de amor. El cine actual, en su mayor parte, ha renunciado a esta búsqueda y se ha transformado en una máquina más de producir imágenes fijas, copias, simulacros, repeticiones. Por eso, y frente a la mayoría de las películas que triunfan en las pantallas, es muy raro tener la sensación de algo nuevo. Todo en ellas nos parece visto mil veces. La vieja fábrica de sueños se ha transformado en el paraíso de las copias y los ecos, en una dependencia más de ese gran parque temático que es la cultura del presente.
Pero la realidad es iconoclasta y se encarga ella misma de hacer saltar por los aires las imágenes con que tratamos de fijarla. Adorno afirma en su estética que la verdadera experiencia de lo bello debe transformarse en pensamiento o no existiría. Y eso hace el verdadero cine: ver el mundo con los ojos del pensamiento. Es para dar cuenta de un cine así para lo que tienen sentido festivales como la Seminci. Su búsqueda es la de un cine alejado de las industrias culturales donde lo que prima es el entretenimiento, un cine capaz de ofrecer al espectador no tanto lo que le divierte y complace, sino lo diferente, lo otro, lo irrepetible, lo no-idéntico. Obligándole a un esfuerzo de atención.
Y es precisamente ese tipo de apuesta la que defienden las que han sido para mí las tres mejores películas de la Seminci que acaba de terminar: 'Fallen Leaves', de Aki Kaurismäki; 'La chimera', de Alice Rohrwacher; y 'L'amour fou', de Jacques Rivette. Es difícil no sentirse cautivado por 'Fallen Leaves', que bien podríamos decir que es una película sobre la gracia, pues será ella la que hará que los dos personajes se encuentren, como pasa en Luces de la ciudad. Alice Rohrwacher regresa una vez más, en 'La chimera', a la senda de Pasolini, donde lo real siempre se nutre de la dimensión mágica del mito. Y qué decir de 'L'amour fou'. Basta esta obra asombrosa, que por primera se exhibe en España, para justificar todo el esfuerzo de los programadores de esta Seminci. ¿Cuánto durará el amor de una pareja?, se pregunta en ella Rivette. Y enseguida (después de cuatro horas maravillosas) responde: Durará todo lo que duren sus juegos.
Pero bien podría hablarse también de la enigmática 'Musik' de Angela Schanelec. Alguien ha escrito que verla es como ser invitado al sueño de otra persona, pero ¿acaso eso está mal, aunque no entendamos nada? O del esfuerzo de Laura Ferres, en La imagen permanente, por salirse de los cauces de ese cansino cine pedagógico por el que discurre una parte del cine actual, para ofrecernos una obra tan oscura, como tierna y graciosa. O hablar de 'La cautiva', de Chantal Akerman, la mejor adaptación que se ha hecho nunca de una obra de Proust; o de 'El rapto', con la que Marco Bellocchio se despide del cine; o de 'Yo, Capitán', de Mateo Garrone; o de 'Cielo Rojo', de Christian Pezold, con el hermoso poema de Heine y el deslumbrante homenaje a los amantes de 'Viaggio in Italia', de Roberto Rosellini. O incluir también en esta casi interminable lista la conmovedora 'El amor de Andrea', de Manuel Martin Cuenca, 'A batalha da Rua Maria Antônia', de Vera Egito, una de las sorpresas de festival, o la poética versión del 'Asno de Oro', de Oskar Alegría. Y, naturalmente, el inolvidable ciclo dedicado a la India, donde desatacan dos películas que nunca podremos olvidar: 'Uski Roti', de Mani Kaul, y 'The Cloud-Capped Star', de Ritwik Ghatak. Un cine que empezamos a conocer ahora en nuestro país, de una belleza que tristemente no se volverá a repetir, pues el lugar de dónde procede ha desaparecido para siempre del mundo.
Juan Hidalgo, el poeta vanguardista, recuerda en uno de sus textos cómo su madre le contaba que, en La Mancha, tras hacer la compra los niños pedían «el algo» al tendero. Y este les daba unas pastillas de limón, unas habas secas, «algo». El arte, afirma José María Parreño al comentar este texto, debe dar ese algo. «Consiste en un exceso de sentido, en un regalo a la imaginación. Por eso es siempre lo otro, lo que sobra de lo ya completo. Lo que no necesitamos, pero otorga a la vida un relieve que no proporciona lo que es simplemente bastante». Baste decir que los espectadores de esta Seminci hemos recibido sobradamente ese «algo». Ahora solo toca que cada uno de nosotros haga con él lo que guste.
Ah, una última cosa, ¿sería mucho pedir a los espectadores de la Seminci que no patearan cuando algo no les gusta? Hacer una película es de las cosas más difíciles que existen. Quien lo intenta, merece al menos nuestra gratitud, aunque pensemos que no lo haya logrado del todo.
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