Yo aprendí de César Antonio Molina que «todo se arregla paseando», así que aprovecho que Lucía está haciendo un árbol genealógico y que me ha pedido datos de la familia para calzarnos las botas y ponernos un chubasquero e ir al Campo Grande a disfrutar ... de este clima paradisiaco y antipopulista, tras un verano eterno como de dictadura centroamericana. Se lo cuento todo, sí, pero en marcha. La creatividad necesita de imágenes y el cerebro se activa en movimiento. Y así le cuento que mi padre acometió el mismo proyecto hace años y tiene recogidos miles de ancestros, por lo que tenemos bastante claro de dónde venimos. Es una gozada pasear por aquí solos, bajo este clima vulgar y con esta luz como de haber perdido una oportunidad, una luz de último aviso. Se nos pasa la tarde hablando de los Peláez de Villanueva del Duero, de Boecillo, de Viana y le hablo de la Vega de Porras, hasta donde fuimos de excursión hace no tanto para ver el lugar exacto en el que su familia vivió. Sin entrar en detalles, es probable que el apellido llegara de Asturias en algún momento de la Reconquista, posiblemente durante la repoblación del Duero. Pero eso es lo de menos, lo importante es que nos sentimos embriagados por la belleza melancólica de este parque del siglo XIX y caminamos entre animales voyeurs y árboles bucólicos, pisando hojas secas que se han vuelto a humedecer por las últimas lluvias. Explico a mi hija el lugar exacto en el que ha de esparcir mis cenizas cuando falte, sin que nadie se entere, creo que está prohibido. Se niega a hacerlo, ella quiere tumba. Insisto, soy claustrofóbico y ese es mi último deseo. Me advierte que el suyo es no hacerlo y algo me dice que voy a perder. En cualquier caso, he dejado escrito que quiero que envíen el 40% de mis cenizas a la Agencia Tributaria con una nota que ponga «Suyo hasta el final». Pero ese es otro tema.
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El Campo Grande es la quintaesencia del otoño. En noviembre alcanza toda su dimensión y forma una especie de puerta espacio-temporal que te lleva a donde quieras, al romanticismo, a tu infancia o a los autos de fe del XVI. Aunque, en realidad, el Campo Grande es un espectáculo en cualquier momento del año. En invierno está callado, camuflado, como manteniendo la respiración para que nadie lo descubra. Las nieblas bajas y las cencelladas en la zona del riachuelo forman una densidad húmeda y blanca con algo de monasterio y algo de lágrimas en los últimos días de Flandes. El frío se te mete en los huesos, tanto como felicidad, pero es una felicidad diferente, una felicidad íntima que no viene de fuera sino de dentro, esa que sale de ti cada vez que estás haciendo lo correcto. Una felicidad como de estar triunfando en secreto. Una felicidad que te une con el niño que fuiste y te vuelve a poner de la mano de tus abuelos, de punta en blanco el Domingo de Ramos y con un barquillo de la mano para dar de comer a los patos o para montarte en el barquito de Luis Gallego, 'La Paloma' y dar una vuelta que entonces me parecía inmensa y que hoy pongo en su justa dimensión.
Por las mañanas hay ancianos que alimentan a las palomas y que visitan a las ardillas para darles los buenos días. No es un modo de hablar, yo he visto a las mismas personas yendo a los mismos lugares a las mismas horas cada día en una rutina circular y fascinante. Y, por eso, el Campo Grande nunca está solo. Además de las personas de limpieza y mantenimiento que lo cuidan físicamente, hay gente anónima que lo cuida afectivamente, porque forman parte de su ecosistema. Y crean ritmos internos que solo se ven si sabes mirar. Desde luego, los animales los conocen, ellos tienen claro dónde hay que estar y en qué momento. Y, sobre todo, dónde no hay que estar. Y, así, se esconden para mirarnos y que nos podamos seguir sintiendo solos sin actores secundarios.
En primavera la introspección deja paso a la esperanza. El parque se despierta, nacen animales, el sol entra de nuevo y las plantas explotan, alcanzando una belleza como de sala de pintores impresionistas, con sus nenúfares, su sol reflejando en el agua, su hiperglucemia y, finalmente, el coma diabético. Todo se llena de vida y los niños llegan a los columpios en un nuevo curso: Segundo de castaños. Y la Pérgola pidiendo acción a gritos. Pocas cosas mejores que el sabor de una cerveza y unas aceitunas en esas mesas que circunvalan la fuente en un día de mayo cuando el sol te hace venirte arriba y decretas el verano con la precipitación que trae consigo el ansia. Y así llegan las mañanas de verano en el Campo Grande y el milagro de la temperatura perfecta, ese sonido de aspersores, de escobones de fondo, de aves y de niños abriéndose la cabeza en su primer día sin ruedines. Si pudiera visitaría el Campo Grande todos los días, no me canso de hacer el mismo recorrido, de intentar cambiar el itinerario para encontrar algo nuevo y de no lograrlo. En realidad, sospecho que en el Campo Grande siguen jugando los niños que fuimos, nuestros abuelos y aquellas fotos gastadas de un álbum que no hemos vuelto a mirar. Y por eso merece un respeto, no se puede ir allí de cualquier manera porque no se puede mancillar la belleza con un estado de ánimo vulgar que no vaya acorde con la escena. Sobre todo, en otoño, cuando miras a las tórtolas o a los mirlos y te aguantan la mirada, como si estuvieran de permiso y tu visita no fuera apropiada y como si el río estuviera preparándose para lo que se nos viene encima y alguien hubiera decorado el suelo con todo el otoño que somos capaces de imaginar.
Cuento todo esto a Lucía, vemos la cueva, 'las cataratas', la Fuente de la Fama, los columpios, le pido que mire al suelo y honre a quienes lo han pisado antes que ella y así saludamos a Miguel Íscar, al fotógrafo, a Chacel y a Delibes. Le pido que inspire, que huela y lo guarde todo dentro de sí, porque antes o después saldrá y, sobre todo, porque el camino del arte es irrenunciable y le he guardado los planos para cuando le llegue el día. Entonces será ella la madre o la abuela y serán de otros los ojos nuevos, y los míos solo memoria. En el Campo Grande, pienso, cada árbol nos ha visto crecer a todos. De sus ramas cuelgan nuestros recuerdos y, dentro de no mucho, también colgarán los suyos. Y caigo en la cuenta, como una epifanía, que, en el Campo Grande, todos los árboles son genealógicos.