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Cuando era niño, sentía una curiosidad infinita por saber qué había sentido mi abuelo, durante la guerra incivil, al tener que matar a otros hombres para defender su propia vida. Ojalá no te toque hacerlo nunca. Es todo lo que alcanzaba a responder. Después sus ... ojos expresaban lo que se negaba a decir su lengua. Así son las guerras. Nadie que haya pasado por una vuelve a ser el mismo.
Desde que se reconoció la pandemia, tarde, mal e improvisadamente, la referencia a la guerra ha sido inevitable. El concepto ha prendido poderosamente en el lenguaje de los gobernantes. Pero también en la conciencia de los gobernados. Con ese fastuoso autoengaño que consiste en decir que lo que hacemos es lo correcto, porque sencillamente es lo único que creemos que podemos hacer. Basta ver ahora cualquiera de las imágenes de Estados Unidos para comprender que esas cifras de la pandemia que superan a los fallecidos en las guerras de Vietnam y de Corea son algo más que estadística sanitaria. Una realidad que, en nuestro caso, nos invita ahora a reflexionar sobre lo que hemos tenido que perder para poder ganar esta primera batalla. Sobre las condenas a muerte, por denegación de auxilio, a miles de personas en las residencias de ancianos. O por insuficiencia de medios, a miles de profesionales de la sanidad. Así son estas otras guerras.
La Constitución proclama que todos los españoles somos iguales ante la ley, «sin que pueda prevalecer discriminación alguna por razón de nacimiento, raza, sexo, religión, opinión o cualquier otra condición o circunstancia personal o socia». Aunque no haga referencia explícita a la edad, si el nacimiento pudiera estar relacionado con su fecha, o la circunstancia con la indefensión, parece claro que el estado de alarma lo que ha permitido, entre otras cosas, es suspender un capítulo esencial de nuestra convivencia. No todos hemos sido iguales ante la pandemia: para que unos sigamos viviendo hemos elegido que otros dejaran de hacerlo. Y esto es lo que nos toca ahora. A los jueces, decidir si han sido legales o ilegales las resoluciones tomadas sobre la vida de miles de ciudadanos. A nuestra conciencia, si han sido lícitas o ilícitas. Porque la ley, al cabo, no expresa más que una mínima parte de la inmensa dimensión ética del ser humano. Si lo útil es lo justo, como discuten Sócrates y Trasímaco, poco hay que pensar. Pero si no…
Ha estallado la paz. Al menos de momento. Y en el asombro todavía de una primera mirada sobre el campo de batalla, hay quien piensa que tras la pandemia no nos cabe otro camino que el de ser mejores. Otros, sin embargo, piensan exactamente lo contrario. Es difícil profetizar. Lo que parece claro es que a la generación que hemos visto marcharse a nuestros padres en esta extraña guerra, nos es ahora un poco más fácil interpretar las sombras en los ojos de nuestros abuelos. Las vidas a costa de las vidas.
La muerte nunca es justa. Pero al menos debería ser digna. «En caso de vida o muerte se debe estar con el más prójimo», decía don Antonio Machado. Toca ahora juzgar unas cuantas cosas, entre ellas si eso, la proximidad del prójimo ante la muerte, era también un elemento prescindible.
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