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Guerra, demagogia, democracia

EL AVISADOR ·

El paripé democrático de Putin me ha recordado mucho estos días aquella otra función, tan escasamente edificante, del falso referéndum de autodeterminación de Cataluña

Carlos Aganzo

Valladolid

Sábado, 1 de octubre 2022, 00:07

Disfrazándolos de democracia, con el atrezo de un siniestro teatrillo de urnas de plexiglás, Putin pretende hacer pasar por autodeterminación el aplastamiento de los distritos arrebatados a Ucrania por las armas. No lo hace, desde luego, para dar explicaciones a la comunidad internacional. Sino para ... marcar el territorio, como los perros. Sabe, como sabemos todos, que guerra y democracia son negocios incompatibles. Debajo de una bota, la libertad y la igualdad no sobreviven. Y no digamos la fraternidad.

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No sabría decir por qué, quizás por la evidencia del 1 de octubre, el paripé democrático de Putin me ha recordado mucho estos días aquella otra función, tan escasamente edificante, del falso referéndum de autodeterminación de Cataluña. La fiesta del despropósito. No fue, en aquel caso, la fuerza de las armas la que llevó a las autoridades a traspasar los límites de la democracia, sino más bien la fuerza arrolladora de las palabras. Palabras torcidas, envenenadas, cargadas de mentira y de intereses espurios. La demagogia en su estado natural. Sabiendo, como sabíamos todos, que demagogia y democracia son también negocios incompatibles.

No es fácil vivir en estado de guerra, pero tampoco lo es en estado de demagogia. En el primer caso, corres el peligro de que te maten. O aún peor, de que la tortura y el abuso terminen violando y destruyendo tu dignidad. En el segundo, lo más sencillo es que pierdas la dignidad tú solo. Que te mueras hacia dentro. Algo así como lo que le lleva sucediendo a Cataluña desde hace años. Que vive, pero vive como un zombi. Muerta sin ser consciente de que lo está. Un cuerpo que camina por inercia, gobernado por un cerebro corrompido. La imagen misma de la descomposición.

Tampoco sabría decir por qué, o sí, quizás por la concomitancia del último vídeo que ha colgado en las redes sociales nuestro presidente, estos días se me vienen a la memoria las imágenes del almanaque fotográfico con el que cada año el presidente Putin felicitaba a sus conciudadanos rusos. No es que el español se haya retratado, como el zarévich, con el torso desnudo y kalashnikov al hombro, cabalgando por las heladas estepas rusas. Todavía hay clases. Pero tampoco parece que una exhibición de glamour sea hoy lo más conveniente para arengar a un país que se enfrenta, un otoño más, a un futuro incierto. No digo yo que el «sangre, sudor y lágrimas» de Churchill, pero a lo mejor sí algo más de empatía con los que moran al otro lado de los jardines de la Moncloa.

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Vivimos instalados en la demagogia, y no somos conscientes de hasta qué punto eso está degradando nuestro modelo de convivencia. Eso que comúnmente llamamos democracia. Aragonès aferrado, caiga quien caiga, a las ruinas de su inteligencia, como diría el gran Gil de Biedma. Sánchez, definitivamente en la senda de ZP, el que hasta ahora era considerado el peor presidente de la democracia española. Si no fuera porque Irene Montero le quitó el título (en palabras de Cayetana Álvarez de Toledo) de «mujer más humillada de España», Leire Pajín mantendría todavía el cetro de la memez universal. Ese que se ganó al anunciar el cambio de rumbo de la Tierra, tras la «conjunción planetaria» que supuso el encuentro entre Zapatero y Obama.

Cesarismo de la miseria, mientras Europa se prepara para un nuevo giro de la guerra, infinitamente peligroso. Esa Europa que en el camino, a expensas de que el enemigo todavía no la agreda directamente, opta por autolesionarse de a pocos. Con títeres en Cataluña. Con NO-DO en panavisión desde el Gobierno de España. O con la vuelta al derrubio político en Italia… La quinta columna, que le decían en la guerra incivil española. El demonio interior. «¿Quién osará ser amigo / del enemigo de sí?», que diría Lope. Eso nos pasa.

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