Residencia de la tercera edad de Arroyo. Gabriel Villamil

Guarida

«Su relato de lo que allí sucede es pavoroso porque, según contaba, desde el momento en que deja el coche en el parking hasta que regresa varias horas después, se siente rodeada de virus»

Cuando leí que habían muerto casi mil quinientos mayores en las residencias de ancianos de la comunidad, me acordé de una excelente enfermera que unos días antes se ofreció voluntaria para echar una mano contra el coronavirus en esos establecimientos, que ella conoce ... bien. Su relato de lo que allí sucede es pavoroso porque, según contaba, desde el momento en que deja el coche en el parking hasta que regresa varias horas después, se siente rodeada de virus. Los hay en el dintel de entrada, en el pomo de las puertas, en el mostrador de recepción, en las llaves de la luz, en el cuarto donde se cambia el personal. Todo ocupado por el COVID.

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Con la calma de quien conoce su oficio y los riesgos, me decía que cualquier cosa que toques, mires o huelas tiene virus, por más que se esfuercen en limpiarlo una y otra vez y los trabajadores accedan a las habitaciones vestidos como astronautas, protección insuficiente como lo demuestra que dos colegas suyos hayan enfermado del mal contra el que batallan. Todo esto sucede sin haber llegado todavía a las salas donde están los pacientes, verdaderos reservorios de esta maldición.

Para que me hiciera una idea del panorama al que se enfrentan los sanitarios que aplaudimos cada día a las ocho, me puso un ejemplo: si cada virus contra el que estamos luchando tuviera el tamaño de una cucaracha no encontraríamos sitio en la pared para colgar un cuadro. Aterrador.

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