Greta Calzaslargas
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Escuchar a los niños. Trabajar para garantizar su futuro, que es el futuro de la humanidad, es importantísimo. Pero hay que tener cuidado con los efectos secundariosSiempre que veo a Greta Thunberg me acuerdo de Pippi Calzaslargas. Aunque tenga las coletas caídas, como decepcionadas. Aunque la escolten Clin y Clan, en lugar de tratar de desahuciarla de Villa Kunterbunt. Greta tiene una sonrisa preciosa. Casi tan luminosa como la de Pippi. ... Pero la exhibe poco. Más que por las ganas de divertirse poniendo el mundo patas arriba, parece estar invadida por la melancolía. No es para menos. Ni siquiera le pone contenta saber que el congreso de los Estados Unidos ha abierto la puerta a la recusación a Donald Trump, el enemigo público número uno de los luchadores contra el cambio climático.
Mucho nos enseñó Astrid Lindgren a los hombres y mujeres de mi generación. Pero sobre todo una cosa. Nos enseñó a escuchar a nuestros hijos. De los niños se aprende siempre. Y algunos, como los padres de Greta, que en su tiempo fueron devotos de las aventuras de Pippilotta Viktualia Rullgardina, han decidido no sólo escuchar a los niños. Sino imitarlos. No comer carne, no viajar en avión, reducir en lo posible la huella de carbono personal… Y al lado de sus padres, millones de personas en todo el mundo. Interpretando cada gesto como un nuevo mandamiento.
Escuchar a los niños. Trabajar para garantizar su futuro, que es el futuro de la humanidad, es importantísimo. Pero hay que tener cuidado con los efectos secundarios. En primer lugar por parte de los propios niños, como nos enseña William Golding en 'El señor de las moscas'. Después por parte de todo ese ejército de manipuladores que se nutren de su debilidad, como podemos leer, por ejemplo, en la tristeza profunda de los ojos de Joselito. O de Marisol. Entronizar a los niños o, más aún, infantilizarnos nosotros mismos para ponernos a su nivel, es la oportunidad que esperan frotándose las manos unos cuantos que no tienen corazón. O que no tienen hijos. O que sí los tienen, pero para qué… En Europa, los hombres y las mujeres defendemos con pureza de niños nuestros derechos y libertades. Tanto como la salud del mundo sobre el que transitamos. Pero por encima de nosotros están los chinos, los rusos, los americanos. Y corremos un serio riesgo de quedarnos solos en el kindergarten.
Los derechos de Greta hay que defenderlos cantando. Y saliendo a la calle. Pero también siendo implacables con la acción política. Y con la legislación. Si queremos que el modo de vida europeo sea sostenible, en el sentido más amplio de la palabra, tenemos que defenderlo con las ideas, pero también con medidas prácticas, concretas, inequívocas. La transición ecológica, como la revolución digital, deberían servir para afianzar este estilo de vida. Pero las cifras de la globalidad estos días nos dicen lo contrario. Sufrimos más contaminación y más pobreza. Perdemos libertad. El derecho a ser tan niños como nuestros niños es un derecho legítimo. Pero tiene enemigos poderosos. Y tenemos que ganar la batalla, porque si la perdemos nos pasará como a Pinocho en la Isla de los Juegos. Vendrán los del puro a reírse de nuestras orejas de burro. Y rebuznaremos, en vez de cantar.
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