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Esto de Gistau ha hecho polvo a toda una generación, la que nos debatimos entre ocupar el lugar de poder que corresponde a nuestras no tan incipientes canas o irnos a hacer el canalla la noche menos pensada a bares llenos de chicas guapas y ... de viejos que joden el ambiente. El matiz es que el viejo que jode el ambiente de las chicas guapas ahora eres tú y que hacer el canalla es el nombre que hemos puesto a lo que siempre había sido hacer el ridículo.
Aunque nos sacara ocho años, con su muerte hemos puesto punto y final, de modo formal, a nuestra juventud. Ha sido un momento concreto, como la caída del muro de Berlín para los que hemos nacido en libertad, para los que hemos vivido los cuarenta años más prósperos de la historia de España y asistimos ahora a la decadencia irreversible de su acento venezolano.
Nos miramos en silencio sabiendo que el siguiente puede ser cualquiera. Que, como anticipó Gil de Biedma, esto va en serio. Aunque desde que no fumo, me creo inmortal, no debo olvidar que, estadísticamente, vivir sin mujer desmorona mi esperanza de vida unos diez años. También es cierto que los años que te quita la soltería eterna son los del final y que yo hace tiempo que me corté la coleta, que es la única eutanasia en la que creo.
Esta semana he compartido cerveza y tertulia con dos de los más grandes vallisoletanos de mi generación: el músico Javier Vielba, de Arizona Baby, y el sublime pintor Luis Pérez. Han tenido lugar en días diferentes, pero las coincidencias entre ambos encuentros han sido evidentes: el pintor, el músico, el escritor; mismas referencias, exactos miedos, idénticos prismas. Otro amigo, Paty Varela –la banda sonora de nuestras noches– quiere montar una tertulia como la que Gistau tenía con Garci, con Jabois, con Reverte y yo me pregunto si no la estaremos teniendo cada día sin darnos cuenta, si acaso la vida es la gran tertulia, si nos daremos cuenta de quiénes éramos solo cuando empecemos a faltarnos.
Montan tertulias los que no las tienen y crean generaciones los que las necesitan. Que se lo digan a Azorín. Lo más bonito es entender que cada encuentro fortuito es en realidad una llamada de atención del destino, que cuando dos creadores se encuentran se reconocen porque tienen su destino esculpido en el rostro. Y la obra, oculta, a la espera de que, un día de estos, cobre sentido.
Aprendo mucho de ellos cada día. Como nos enseñó Salomón, no hay nada nuevo bajo el sol y, por lo tanto, toda novedad implica un olvido. Platón insistió en lo mismo: todo conocimiento no es sino recuerdo. Y como yo esto se lo he leído a Borges, no me acuerdo de en qué libro y no me pienso a levantar a buscarlo, me siento afortunado de estar entre gente que me recuerda cosas, entre ellas que no hay que irse a Madrid a buscar tertulia que mitigue el silencio ni cura que llene el vacío.
Si algo hemos aprendido es que el vacío viaja contigo a donde vayas y que no hay nada peor que seguir sintiéndose solo cuando duermes acompañado. Tampoco hay nada mejor que sentirse acompañado de los mejores de tu generación cuando, de vuelta a casa, sientas que te falta ciudad.
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