Gota fría
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«Se creen a salvo de las riadas. Por eso van a dejarlo todo en manos de una nueva refriega electoral. Pero no deberían fiarse, porque la gota fría es impredecible»División. Confrontación. Agotamiento. Vale lo mismo para hablar de la última Diada que de la situación caótica de Cataluña. Que es la de España. O la de Europa… O, si nos ponemos solemnes, la de este planeta que llamamos Tierra, sacudido por tifones, huracanes y ... gotas frías. Al gallo Trump se le revientan los espolones, mientras el tigre Xi Jinping le gana cada día una pequeña batalla en la gran guerra comercial del mundo. Lo pagamos todos.
Son los excesos del populismo. La fórmula más rápida jamás conocida para acceder al poder. Aunque con contraindicaciones que nadie parece tener en cuenta. A Boris Johnson, por ejemplo, los efectos secundarios de la demagogia le han valido para pasar de ser «educado e inteligente» a convertirse en «un tarugo». Eso dice Ian McEwan, el autor de 'Máquinas como yo'. A Quim Torra, para obrar el efecto de que su cara se vuelva vinagre al escuchar el himno de España, desde la ventana de un hotel, en pleno acto de homenaje a Rafael Casanova, el paladín austriaco de la guerra de Sucesión. A Carmen Calvo y a Pablo Echenique, para convertirse en tamagotchis de sus amos respectivos, que ni se quieren ni se pueden ver. Y hasta a Albert Rivera para reaparecer, en medio de la desbandada, con el banderín del artículo 155. A estas alturas.
Si Dios no lo remedia, vamos de cabeza a nuevas elecciones. Ha pasado el verano y el presidente en funciones sigue siendo incapaz de discernir lo que por un oído le dice Tezanos y por el otro Iván Redondo. Sus ángeles de las guarda. Piensa, en todo caso, que en una nueva cita con las urnas ganará todavía más territorio al muy frustrado aspirante a gran visir. Y no se da cuenta de que el populismo, entre otras cosas, también viene contraindicado con el desencanto. Hace tiempo que los votantes son como los consumidores. Veleidosos. Evanescentes. La cultura líquida, nos dice Zygmunt Bauman, el descubridor de la nueva pobreza de la globalización, es una cultura «del desapego, de la discontinuidad y del olvido». Así, Pablo Casado espera su ocasión sin perder la sonrisa. Y el Rey resulta ser el único, en todo el Estado español, que no parece agotado en el proceso. ¡Otra ronda! Nuevos encargos. Nuevos intentos de buscar el punto filipino por el que se resuelva el embrollo monumental.
Lo malo de esta modernidad líquida en la que vivimos es que con demasiada frecuencia el beneficio de la lluvia termina convirtiéndose en el drama de la gota fría. No recordamos, no guardamos, no prevemos, no terminamos de limpiar los rastrojos ni la basura. Y los problemas revientan. Las aguas enloquecidas se llevan por delante vidas y proyectos. Los arrojan al mar de la confusión.
«La veleidad y la incertidumbre fueron siempre el carácter del malo», dice Juvenal. Más que el de la incertidumbre, nuestro tiempo es el de la volatilidad. Como están en lo alto, aquellos a quienes los votantes encargaron formar Gobierno para desatascar los cauces y permitir fluir a España se creen a salvo de las riadas. Por eso van a dejarlo todo en manos de una nueva refriega electoral. Pero no deberían fiarse, porque la gota fría es impredecible. Lo mismo se los lleva la corriente.
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