Las elecciones catalanas del 12 de mayo dejaron en el aire la gobernación de aquella comunidad tras revelar el declive del independentismo. Las europeas del 9 de junio agudizaron esa tendencia. Pero, ni las formaciones secesionistas –empezando por Carles Puigdemont y Junts– desisten de reivindicar para sí la presidencia de la Generalitat, como si formara parte de su patrimonio exclusivo, ni los reveses electorales les permiten operar con la solvencia y la previsibilidad que requiere la política institucional en Cataluña y en España. ERC, el partido que mantiene en solitario el gobierno en funciones autonómico, parece estar sumido en otra de sus crisis cíclicas, entre aturdido y dividido ante la disyuntiva de favorecer la designación del primer secretario del PSC, Salvador Illa, como nuevo presidente catalán, o secundar a Puigdemont para que éste escenifique su retorno al despacho principal del Palau como acto de restitución.
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El episodio de la consulta frustrada entre las bases republicanas, sobre la incorporación o no de su partido al gobierno municipal barcelonés del alcalde socialista Jaume Collboni, es el ejemplo más elocuente de la debilidad de la formación a cuyo frente se ha situado Marta Rovira, autoexiliada en Ginebra. ERC ya ha avanzado sus condiciones para facilitar la designación de Illa. Un sistema de financiación singular para Cataluña, a semejanza del País Vasco y Navarra. Y negociar el referéndum. Exigencias ambas que ERC no podría aceptar en forma de promesas vagas o de juegos de palabras sin quebrarse internamente y ser objeto de una presión insoportable por parte de Junts y del resto del independentismo. Porque su debilidad es tal que ni siquiera el riesgo cierto de una repetición electoral que vuelva a restar votos y escaños al independentismo en general y al de ERC en particular parece argumento suficiente para apoyar, por activa o pasiva, la presidencia socialista para Cataluña.
A no ser que Junts experimente una inopinada reversión hacia el pujolismo más pactista, y sea Puigdemont quien renuncie a sus opciones de verse de nuevo como presidente para que Junts y el independentismo se recuperen en una oposición leal a un gobierno de Salvador Illa. Un supuesto tan difícil de imaginar hoy que obliga a pensar en que solo una milagrosa metamorfosis del independentismo a favor de una mayoría transversal para Cataluña, o la concesión del gobierno de la Generalitat al independentismo, podría evitar que tras el 20 de agosto se convoquen nuevas elecciones.
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