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El tiempo pasa rapidísimo y un año más nos vemos metidos de lleno en la semana más importante del año.
Mañana la Borriquilla dará sentido a todo, arropada por sus niños dando rienda suelta a sus genuinas emociones.
Para muchos el año comienza siempre en ... enero, los medios de comunicación y los escolares iniciamos la temporada en septiembre, y los cofrades nos movemos en torno al viernes de Dolores o el Domingo de Ramos, dependiendo del lugar.
La Semana Santa se ha consolidado en toda la comunidad como el evento de referencia e identitario más importante, a pesar de que, en muchos sitios sus juntas de gobierno sigan sin entender nada, con absurdas luchas internas, centradas en satisfacer sus propios egos y convirtiendo la Semana Mayor en un falso trampolín social.
Para los que entendemos esto como parte de nuestra vida, (sin entrar en el fanatismo cofrade, que también es muy peligroso), son días que sobrepasan de largo el mundo de la razón y casi sin darnos cuenta nos vemos inmersos en una locura de vivencias únicas, que no se pueden explicar, imposibles de repetir en otra época.
Vivir intensamente estos días es volver a la niñez, a los nervios y a la ilusión desmedida. Es poner el contador a cero.
Es recordar a los que ya no están, pero es también la necesidad de meter este veneno a los que empiezan.
Porque solo así se entiende que compres los zapatos del uniforme del colegio de color negro, creyendo inocentemente que les van a durar hasta el día de la procesión. O que después de veinte años sigas buscando en el supermercado Sidol para limpiar la corneta el jueves de pasión.
Hay gente distinta que vive estos días como unas vacaciones más, y deciden ir a la playa, a la montaña, o al balneario.
Hay tantas semanas como personas y hay tantas maneras de vivirlas como corazones. Para lo auténtico no hay manual de estilo que te guíe.
A mí la túnica me la hizo mi abuelo, viví en la calle Luis Carmona, mis hijos son aspirantes a braceros de la Virgen del Mercado y mi madre alumbradora, y mis padres viven en la misma manzana del Nazareno.
Pero esto de nada hubiera servido si en casa no se viviese la Semana intensamente. Porque seguramente si mi padre hubiera sido aficionado al esquí, estaríamos metidos de lleno en el mundo de la nieve, seguramente divertido y atractivo, pero frío y sin verdad.
Porque solo cuando te pones la túnica y vas andando hacia la iglesia, sientes que lo estás haciendo bien, que vas a acompañar a Jesús con los tuyos. Y solo cuando te bajas el capirote y un nazareno anda muy despacio o cuando un palio se mece y cae la noche, es ahí, y solo ahí, cuando vuelves a la niñez, cuando empiezas a añorar a los que ya no están, y gracias al anonimato del capillo las lágrimas están permitidas. Y es en ese momento cuando la banda toca Cristo del Amor, y el paso afronta un difícil giro, cuando prometes dedicar más tiempo a los que siempre están, a los que te acompañan en la estación de Penitencia y a los que ves emocionados desde la acera.
Porque esto es mucho más que unas maravillosas y sagradas imágenes, esto es la verdad, los sentimientos, la esencia, son nuestras verdaderas vacaciones del alma, nuestra terapia y nuestro punto y aparte, tan necesario para afrontar un duro año.
Es algo más que una Semana, es la Semana que nunca acaba y que, aunque parezca que es la misma, nunca lo es.
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