Gijón nos deja sin toros. Sin solecillo fresco en Cimadevilla y en San Lorenzo, y después su corrida con jersey, que es algo que agradecemos los que somos de tierra de pan y de nada. Ya saben: que la alcaldesa acabó hasta el moño del ... nombre de cada morlaco del lote y quitó los toros porque sí, a las bravas. Así, a tenazón (me encanta esta expresión abulense), y lo hizo porque se le metió en el encaste mental que si un toro se llama Feminista como podría llamarse Ferdinando o Cobradiezmos hay que prohibir la fiesta. Porque Ana González es así, dinamitera y audaz, y en las fiestas de la Virgen de Begoña no te puedes llamar ni Nigeriano ni Feminista si vas con dos cuernos y se te presupone trapío. En el fondo, es que la izquierda quiere que los toros se llamen José Antonio o Pelayo para que así el descabello les venga a beneficio de inventario. Pero ése es otro cantar.

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La alcaldesa de Gijón, digo, –Dios la guarde muchos años en el mandato– ha aprendido del Kichi y demás homólogos eso que decía nuestro Paco Umbral de que la vida, al fondo, es una triste cuestión municipal. Y los toros, que debieran ser materia verdadera de Estado, son una taifa general e intolerable de pliegos y de normativas contradictorias. Y municipales, valga la redundancia.

Yo, en desquite de lo de esta señora alcaldesa, propondría un festival en la plaza de toros de Ávila, con fondos para reforestar y revivir Navalacruz y en homenaje a la sufrida afición asturiana. Porque contra el vicio de prohibir está la virtud de torear. Y así es como podemos ir callando a tantos que nos quieren hacer la puñeta aupados a no sé qué moral y al desconocimiento más atroz.

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