Tengo un amigo que se compra la ropa interior (calzoncillos y camisetas, sobre todo) en los mercadillos callejeros que se instalan regularmente en Valladolid. Mi colega ni es pobre de solemnidad ni uno de esos tipos que se gastan menos que una canica por ... dentro; simplemente, le gusta hacerlo y nadie tiene derecho a criticarlo. En el extremo contrario se encuentra un servidor, que frecuento muy poco o nada esos puestos callejeros: primero, porque suelen estar a reventar; y segundo porque no despierta mi fiebre compulsiva nada de lo que exhiben. Otra razón, y quizá la más importante, es que la única vez que compré una colonia que olía bastante bien en el difusor de prueba, en casa resultó ser un frasco copia del original pero relleno de agua con colorante. Una falsificación muy aparente que olía como las nubes de aquel anuncio de compresas: a nada.
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Dicho lo cual, es evidente que los mercados callejeros tienen clientela, género a reventar y los dueños derecho a hacer la competencia a cualquier otro negocio dedicado a comprar y vender. Y, a pesar de mi experiencia, estoy convencido de que pocos parroquianos saldrán engañados de ninguno, salvo aquellos que pretendan llevarse a casa un frasco de Chanel a precio de Heno de Pravia, o un slip de Calvin Klein por lo que cuesta uno de esos gayumbos made in Taiwán que es mejor no acercar mucho al gel hidroalcohólico porque igual arden en pompa.
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