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En tiempos en que la hipeactividad no era un trastorno, sino simplemente el sinónimo desconocido de trasto, travieso o zascandil, a Luis le cateaban todas menos «las tres marías». Lo dice ahora, cuando el éxito le permite tomarse aquello con distancia y un punto ... de sorna; cuando décadas en su oficio le han permitido entender mejor qué era lo que le provocaba el sufrimiento insoportable de saberse un desastre.
Cuenta el pequeño Luis, porque es con esta empatía nostálgica como uno se enfrenta a los recuerdos, retomando de nuevo las sensaciones, las angustias, las incertidumbres y los desahogos, cuenta, decimos, que un día llegó a uno de esos colegios nuevos, todos iguales, todos afanados en encontrar ese alumno ideal utópico que estudia cada día, hace los deberes y, sobre todo, no da guerra, y se topó con el factor diferencial que salvó su entonces y su hoy: doña Lolina.
Una profesora que, en vista de que aquel carácter inquieto no encontraba quien lo domara, le propuso algo. «Cuando te dé el 'furbichi'», recordaba Luis Rojas Marcos en una entrevista concedida, quizás, en su despacho neoyorquino de ejecutivo del sistema público de salud, «te sales a dar una vuelta, te desahogas y vuelves».
Íñigo Domínguez, periodistón, escribe en su segundo libro sobre la mafia que los italianos tienen una palabra para referirse a la astucia, cualidad que supera a veces a la mera inteligencia, 'furbizia'. Es curioso cómo las palabras se conectan. Cómo la 'furbizia' intuitiva de la creadora del 'furbichi' actuó como bálsamo terapéutico para un niño que no sabía que era hiperactivo. Que era, todo lo más, un trasto sin remedio.
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