Robert Caro, el mejor biógrafo de Lyndon B. Johnson, propone medir el liderazgo por la envergadura de los problemas que un dirigente afronta y los resultados que consigue. El presidente tejano fue un político que luchó contra la discriminación racial, creó nuevas políticas sociales, ... elevó el nivel de vida de los norteamericanos y tuvo que abandonar la política cuando fracasó de forma estrepitosa en la guerra de Vietnam. Con sus aciertos y errores, Johnson eligió dar ambos combates a la vez, en el ámbito doméstico y en el frente exterior, y fue un líder obsesionado por el trabajo, proactivo y transformador.

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Cuando observamos en estos días la actitud de Donald Trump frente a la pandemia, el contraste es muy llamativo. Para afrontar una emergencia sanitaria, económica y social de este calado, las cualidades de liderazgo de la persona al frente del poder ejecutivo son más importantes que nunca. El actual presidente ha intentado transmitir que se trata de un problema que no tiene nada que ver con él y ha practicado una fuga en toda regla ante una tragedia que ya se ha cobrado más de 100.000 vidas. Trump ha pasado de negar que el virus fuese a tener algún impacto en Estados Unidos a pretender que no hay solución, más allá de la esperanza de encontrar una vacuna en un futuro ojalá no muy lejano.

Se ha atribuido el mérito del programa de rescate de la economía aprobado por el legislativo y ha estampado su nombre en los cheques que llegan a los ciudadanos. Pero el presidente más temperamental que se recuerda no ha aprovechado la crisis para mejorar su popularidad, a pesar de que en situaciones parecidas los ciudadanos norteamericanos han respaldado a sus presidentes dejando a un lado las ideologías.

Su batalla es siempre la de la propaganda. Los detalles de la gestión pública le aburren

La batalla de Trump es siempre la de la propaganda. Los detalles de la gestión pública le aburren y confía mucho más en su instinto que en las opiniones fundadas de los expertos. Hasta que empezó a patinar por sus declaraciones terriblemente imprudentes sobre asuntos médicos y científicos, comparecía a diario ante las televisiones desde la Casa Blanca. Aprovechaba este púlpito para lanzar su arenga política, en la que señalaba como culpables de la crisis a China, Europa, la OMS, los medios de comunicación o los gobernadores demócratas. Daba bandazos sobre la reapertura de la economía e insultaba a diestro y siniestro. Sin embargo, al comprobar que perdía apoyos en sus directos televisivos, se refugió en las redes sociales, donde sabe hacerse omnipresente y operar con astucia para condicionar los ciclos informativos.

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Una novedad interesante es que hace pocos días por primera vez Twitter incluyó por iniciativa propia en un mensaje de Trump una aclaración sobre si estaba basado en hechos o no. El presidente ha añadido a esta red social a la larga lista de enemigos íntimos. A día de hoy sigue sin movilizar todos los recursos del Gobierno federal para atender las emergencias sanitarias y organizar un plan de pruebas y seguimiento de los contagiados. Ha recuperado su intensa dedicación al golf, una pasión a la que por cierto se entrega sin seguir con mucha atención las reglas de este deporte. En su mirada al futuro, lo único que parece motivarle es poder organizar la convención republicana en Carolina del Norte durante el mes de julio en un estadio rebosante de seguidores.

El magnate había comenzado el año 2020 con fundadas esperanzas de ser reelegido presidente en noviembre. Una vez superado en el Senado el juicio político de destitución promovido por los demócratas, tenía la mejor baza posible a su favor, una economía en crecimiento y unos niveles de empleo inmejorables. Su arma favorita, la movilización permanente de su base electoral a través del choque con una multiplicidad de adversarios, le funcionaba para mantener apoyos suficientes. Al igual que hizo en 2016, de forma sorprendente y contra todo pronóstico, contaba con tejer en el otoño de 2020 una coalición de trabajadores blancos, ciudadanos que votan solo con la cartera y cristianos evangelistas.

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Busca un segundo mandato con el que demostrar un éxito que siempre le ha eludido en los negocios

Los demócratas, por su parte, no se han recuperado del fracaso de Hillary Clinton y no han aprendido a conectar con partes del país ajenos al multiculturalismo y la apertura de las grandes ciudades en las dos costas. De hecho, el partido de presidentes como John F. Kennedy y Bill Clinton parece dispuesto a poner su grano de arena en la reeleccion de Trump. Llevan cuatro años muy movilizados ante un presidente que no se identifica con los valores de la democracia liberal, pero a la hora de la verdad han sido incapaces de unirse en torno a un buen candidato o candidata, joven, centrista y capaz de jubilar a Trump. En cambio, han gastado sus energías en unas primarias dominadas por Joe Biden y Bernie Sanders, dos ancianos que pertenecen más al pasado que al futuro, ambos vulnerables ante los insultos y el desprecio a la verdad del actual presidente.

La motivación de Trump para conseguir la reelección en noviembre es máxima: quiere un segundo mandato con el que demostrar al mundo un éxito que siempre le ha eludido en el ámbito de los negocios o de la vida social neoyorquina. Finalmente, el elegido para competir por la Casa Blanca ha sido Biden, con cincuenta y tres años de experiencia en política, pero sin la energía y el optimismo que se necesita en esta situación. Recluido en el sótano de su casa de Delaware, sube sin embargo en las encuestas nacionales y es apreciado en el ramillete de Estados en los que se deciden las próximas elecciones presidenciales (Minnesota, Wisconsin, Michigan, Pensilvania, Ohio, Florida y Arizona).

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Las elecciones de noviembre 2020 serán más importantes que nunca en la primera democracia del mundo, uno de los países que más sufre con la pandemia. Desde que llegó el coronavirus, Donald Trump no está en el puesto de mando ni se le espera. Por increíble que parezca, nadie puede descartar por completo que en noviembre consiga su segundo mandato.

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