A la Ermita de la Virgen de los Ulagares le ha crecido un molino. Es enorme y afilado, muy estrecho y aerodinámico, como un hilillo blanco despeluchado y mal enhebrado. Leí hace poco en LinkedIn que ahora los hacen así, que así son los de ... última generación. Desde la carretera provincial que une Castilruiz con San Felices, las aspas se van asomando tímidas y primerizas, como malabares que juegan rítmicamente con las lomas y los montones de paja vieja. Oigo el soniquete grave cortando el aire, que hoy es denso, húmedo y gordo, empapado de frío y rocío. Es el quejido lastimero del viento, el siseo bronco del silencio que reclama su espacio. A lo lejos, diviso más montecillos de molinos solitarios y una gran abadía de cerdos blancos, con enormes silos metálicos como torres o campanarios.

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«Ulagas» es como llaman aquí a las aliagas, una mata espinosa de florecillas amarillas que era muy apreciada para prender los hornos de pan y para quemar la piel de los cochinos en la matanza. Por eso aquí le levantaron una Virgen, una Ermita y un altar. Fue una de las últimas ermitas de la provincia en tener ermitaño. Han asfaltado y ensanchado la carretera para que pase la maquinaria y ahora luce muy a sazón, con buen tempero. El Volkswagen Polo se desliza con suavidad y lo agradece. Me paro en el arcén a contemplar la estampa mientras escucho en Radio María un acalorado debate sobre el funeral del Papa emérito y se me acerca un hombre con peto verde y amarillo en un impecable tractor Fendt. Me pregunta si he tenido algún problema, si necesito algo. Le explico -como puedo, tengo experiencia- que estoy de paso y que he parado a hacer alguna fotografía. Me sonríe con deliberada conmiseración y continua su camino sentado en la oficina. ¡Hasta los agricultores tienen despacho! ¡Cómo los funcionarios!

En la fértil y geométrica vega que se divisa desde la ermita, entre las sierras del Madero y San Blas, está naciendo una enorme laguna de plástico y vidrio templado como la que ya hubo en estos pagos y se desecó en los años ochenta por avaricia cerealista. Por cerealitis. Demetrio, un hombrecito cincuentón que he recogido en la carretera mientras hacía autostop para ir al pueblo de al lado a tomarse un vino (en el bar del pueblo de las piscinas no había nadie), me cuenta que entre los tres pueblos de alrededor van quinientas hectáreas de placas solares de una conocida multinacional eléctrica italiana. Tiene ganas de hablar y le caigo en gracia. Trabaja recogiendo currículos y me da su teléfono por si conozco a alguien que sepa de oficinas y ordenadores. Pagan 1600 euros y necesitan mucha mano de obra porque no encuentran a nadie. Me invita a tomar un café en el Hostal Mari Carmen y a un bocadillo de tortilla de picadillo con pimientos verdes. Se esfuerza mucho en mirar y en saludar a los parroquianos para hacer notar que hoy viene con compañía, pero no le hacen mucho caso. Hacemos un dúo singular, digno de ver. Si yo estuviera en frente, nos fotografiaría.

El hostal Mari Carmen es un buen lugar para yantar, muy pintoresco: tiene azulejos granates con estampados de flores en las paredes, maquinas viejas de café, botellas de coñac y anís del mono apiladas en una barra gris de mármol, camareros latinoamericanos vestidos con un uniforme blanco y negro que les queda muy grande y un salón contiguo forrado con maderas y vidrieras de vistosos colores. En la entrada, a modo de pasillo de bienvenida, hay estanterías con souvenirs y baratijas del año de la polca. El dueño es un viejecito de 80 años, muy repeinado y trajeado a la antigua, que me recuerda al Revilla de Ólvega (el de los chorizos), pero en versión low cost. Frente al hostal, hay una gasolinera y un prostíbulo llamado «El Califa» (acertado nombre para estas tierras de morisma y frontera), que está pintado de azul, como el azulete de las casas viejas de Aragón. Da servicio de cercanía a los camioneros y puteros de esta parte oriental de la provincia. No le falta trabajo. Demetrio me dice que casi todas las chicas son negras y que se van turnando. Opto por no pedirle más detalles y me despido con la mejor escusa que se me ocurre. Se me hace tarde.

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Al salir, me quedo disimulando con el móvil y el bocata mientras veo al Demetrio hacer lo mismo, pero sin móvil, sin coche y sin bocata. En las sierras fronteras, los molinos parecen barcos que cabalgan las olas de un mar en calma y en los páramos del llano, mástiles de algún naufragio. Las máquinas y los camiones van y vienen chapoteando la vidriera rota de la vega. Son las nuevas cruces y lápidas del campo castellano. ¡Cuantísima chatarra por kilómetro cuadrado! Pienso que a Europa y a sus lacayos ministeriales, que no saben ver sin medir y que están siempre ávidos de datos y estadísticas que justifiquen su trabajo, todavía no se les han ocurrido las nuevas medidas del campo castellano: molinos por habitante, cerdos por habitante (de cuatro patas) o soledades por kilómetro cuadrado. Quizás les guste más «kilovatio renovable por habitante» (kWr/hab. en sus papers de Eurostat). De implantarlas, estaríamos a la cabeza y seríamos pioneros. Los fondos europeos y las migajas de las renovables inundan ayuntamientos sin gente y en Suellacabras, un precioso pueblito de piedra y tradición mesteña que tiene seis casas abiertas, se plantean construir una piscina climatizada que rivalice con la de la propia capital.

Arranco el polo y tomo el desvío a Dévanos. Diez minutos y estoy en el inhóspito cañón del río Añamaza, sin máquinas, ruidos ni gente. Empiezo a andar. Al retardatario medio rural va llegando el progreso por oleadas centrífugas desde un punto central que lo execra, como gotitas purulentas de un gran absceso. La marejada va dejando al descubierto, varadas en esta playa infinita de dunas grises y blancas, las compresas, toallitas y tampones que algunos tiran al desagüe o al contenedor verde de la ciudad. Molinos, tendidos, placas y pantanos son lo único monumental que aquí construye nuestra civilización, los nuevos templos y obeliscos brutalistas a los que habremos de acostumbrarnos por obligación visual y vital. (Aquí todavía conviven con los viejos). La costumbre es una fuerza erosiva imprevisible e insondable y quién sabe si un día serán las nuevas marcas o símbolos de nuestra nueva identidad; como los molinos chatos de La Mancha, los palomares mochos de Tierra de Campos o las tainas y majadas de esta humilde y pastoril esquina castellana. Por el momento, al Demetrio le dan unas perrillas para sus divertimentos y a mí algo en lo que pensar y escribir hoy, que no es poca cosa.

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