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A falta de astillas, he hecho fuego con el catálogo de juguetes de Navidad de las niñas. No hay crueldad en esto, porque tienen muchos como este y se los encuentra uno en los lugares más insospechados. Hay uno en el coche, otro en el ... salón entre los cojines del sofá, otro en su habitación y otro que va con ellas a todas partes. Este es el que quemo, con las hojas dobladas por las esquinas y casi todos los juguetes envueltos en círculos de rotulador de trazo arrebatado en un intento de selección para la carta de los Reyes que se les hace a todas luces imposible.

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Al fondo de la chimenea, al quemarse Ana de 'Frozen' emite una llama leve, fría, mágica y azul. Parece más difícil encender un fuego en una chimenea con un catálogo de la juguetería de unos grandes almacenes que con un palo y una madera en una isla desierta en una noche de lluvia, pero ahí estamos. Me tengo que emplear a fondo. Sospecho que alguna normativa europea obliga a fabricar los catálogos de juguetes con un papel ignífugo para que no prendan los niños en su divina calentura de la víspera de Reyes.

Al cabo del tiempo, lo consigo. Envuelvo con mis manos el cáliz sagrado de la primera llama que proyecta sobre mis palmas su primer calor. Lo cierto es que cada vez se pueden quemar menos cosas. Cuando escucho a alguien decir que le va a meter fuego a España pienso: «Corre, a ver si puedes». Hay belleza en los vídeos de esos tipos que intentan prender fuego a una bandera y no encuentran la forma. Quieren hacer la revolución y no son capaces de encender una cerilla. Después en Ciudad Real, dos viejitos ponen una vela a la Virgen de Alarcos para pedirles por la oposición de la nieta y salen ardiendo como una tea. La puta vida, pienso mientras cuido mi pequeña llama bajo el tronco. Fuera, más allá de la ventana, Elena camina a lo lejos vestida de invierno y la sostiene la niebla como si amortiguara sus pasos. Así será cuando la encuentre en el Cielo.

Soy feliz viéndola allí en sus cosas mientras enciendo la chimenea por el santo milagro de la combustión, el carbono, la técnica y la paciencia. Todo ha cambiado, pero Elena y el fuego siguen ahí con sus mecanismos intactos. La magia de la fogata constituye el refugio de las cosas que no cambian. Treinta y cinco años después estoy encendiendo la chimenea de la casa de Abaltzisketa a los pies de la gran muralla de piedra del Txindoki. Es por la mañana, aún no hemos desayunado. Me he lavado la cara con agua helada. Tengo a mi lado a mi aita en cuclillas con sus pantalones de pana, sus explicaciones sobre las posiciones de la madera y el sentido de la medida en el primer soplido que aviva la primera llama. Casi puedo sentir el olor a tierra y a hierba de sus botas. En realidad, todos los fuegos son el mismo y hace de la candela un elemento profundamente conservador, nostálgico y por tanto provocador y hasta cierto punto maldito. Por el efecto delicioso de eso que llaman el heteropatriarcado, enciendo la chimenea como la encendía mi padre, mi abuelo y todos los hombres que antes que yo han sido. Encender un fuego es la última cosa de verdad que un hombre puede permitirse. Temo que alguien aparezca con un extintor.

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