Frío. Ha pasado en sinfonía de otros años. Y yo hablo del tiempo porque como ciclista, que es algo así como el agrimensor de fin de semana, siento que se me ha metido una placa de hielo en el pecho. Dirán ustedes, y con razón, ... qué narices hace este pollopera comentando las isobaras y los mercurios a toro pasado. No es más que mi vida. Este frío y el espejo me han hecho pensar y pensarme en que ya voy llegando a los cuarenta, y que en mi hogar hay un perro que parece de porcelana, Lupo, y unas fotos mías de la mocedad. Tenía que llegar este frío, porque las divinidades volubles de ahí arriba, si algo no aguantan, es que nos acostumbremos a algo. Ya caerá otra tormenta sahariana o así.

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Envuelto en la manta zamorana he pensado. Y empecé a pergeñar unas, otras, memorias que he dejado frenadas, quizá a perpetuidad. Ha llamado Agustín desde León, a orillas del río Tuerto, preguntando por el frío. Y se ofreció a bajar pan por no tener guerras con la parienta. Son, éstas, crónicas de un frío que se va, que se está yendo, pero que nos ha dejado una memoria de cuando fuimos el Polo, que ni hace tanto, ni fue tan lejos. Con el frío se convive. Se vuelven los ancestros a las mientes, esos a los que con más claridad se les ve el perfil en los retratos del salón.

El frío es una oportunidad, claro. Pero déjenme que les diga de qué. De qué es oportunidad este frío que caló el chapeo, requirió la espada, miró al soslayo, fuese y no hubo nada. O quizá sí. La promesa de la amapola. Esa promesa que siempre nos vamos creyendo a estas alturas del calendario.

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