Este ocho de agosto es de esos días en los que algunos se van por la puerta grande y otros desaparecen por la alcantarilla; en los que una confirma que lo importante es llegar íntegro al final de tu vida, porque al otro lado no ... serás president. Serás una persona para recordar o un monigote.
He perdido la cuenta de los mensajes de cariño y dolor de compañeros de la Cadena SER de Valladolid que han llevado a las redes sociales sus hermosos recuerdos de Luis Arias, el técnico de sonido que, durante décadas, te miraba con ojos vivarachos y sonrisa enorme, moviendo las manos como un pulpo, desde el otro lado de 'la pecera' de la radio, te hacía reír y te tranquilizaba cuando llegabas a los estudios de la calle Montero Calvo, en los años noventa -pobre novata- y sonaban las señales de desconexión.
Luis se ha ido por la puerta grande, inesperadamente, dejando un reguero de bonitas palabras y mejores sentimientos, de lamentos por la pérdida y lo imprevisible, pocos días después de que se nos fuera Gabriel Villamil, el fotógrafo de El Norte que deja el inmenso rastro de la historia de la ciudad a través de su objetivo, la admiración unánime de sus colegas y su integridad profesional.
También he perdido la cuenta de las noticias leídas este jueves sobre la evaporación de Puigdemont en Barcelona, como en el mejor de los guiones de El Mundo Today, en segundos, ante miles de pares de ojos.
Perdonen mi estupor, que esta es la palabra. Perdonen que no entienda por qué ni cómo este estado de derecho en el que vivimos le ha permitido al fantasma de todos los fantasmas esfumarse por la manga de David Copperfield sin haber sido detenido al punto de atravesar la frontera, soltar su infame discurso ante una turba de fieles y apropiarse el protagonismo que este ocho de agosto le correspondía a otros: a Salvador Illa, que a pesar de todo mantiene ese tono institucional que le dio al horror de la pandemia siendo ministro de Sanidad o a quienes hemos perdido hoy de forma mucho más honrosa, a Luis y otras tantas personas que hoy se nos han marchado dejando un vacío imposible de llenar.
Puigdemont no deja un vacío, deja un espectáculo bochornoso, infame para Cataluña, para la política, para la historia y para la sociedad.
Igual que el arte de guardar silencio, ese que ha de rellenar los espacios de necesaria prudencia en cada conversación, el arte de saber vivir debería de ser una asignatura obligatoria en primaria.
Saber vivir para poder saber irse.
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