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Visto desde el aire y al amanecer, el relieve de Afganistán muestra una inmensa planicie terrosa y ocre asentada entre un paisaje de crestas blancas nevadas y tierras altas, pegadas a las nubes a más de seis mil metros de altitud. Ese es mi recuerdo ... visual de uno de los países más vacíos de la Tierra, la revelación de una alborada durante el vuelo de regreso a Roma en uno de aquellos viajes excesivos del papa Wojtyla. La visión de aquel yermo despoblado a primera vista, tan cerca del cielo como lejano del mar, invita a imaginar la geografía de ese país de valles escarpados que asignan territorio a cada una de sus etnias, cuya convivencia está sólo regida por la ley del clan y de la tribu. Pastunes, uzbecos, tayicos y dos decenas más de comunidades raciales y lingüísticas se dividen el territorio disputado por las invasiones de los imperios vecinos, desde las invasiones de los reyes persas y la conquista de Alejandro Magno, a principios del siglo cuarto a. C. Esa es su geografía y así se ha fraguado a lo largo de su historia la clave geopolítica de Afganistán, un país que nunca ha sido colonizado ni ocupado permanentemente.
Afganistán, viejo territorio de hazañas bélicas y cruces seculares de conquistas, se ha convertido con el paso de los siglos en tumba de los imperios que ansiaron hacerse dueños de aquellos parajes abruptos, pobres y apartados de todos sus vecinos. Han transcurrido más de dos milenios desde aquellos tiempos de guerras sangrientas y dinastías transitorias, incapaces de establecer un control directo y cabal sobre la población de un país desarticulado en su geopolítica y de imposible unidad para su gobernación. Ni siquiera la autoridad de su capital, Kabul, en los días brillantes de su realeza, consiguió imponer la concordia entre caudillos tribales que mantuvieron su identidad gracias a la geografía física inexpugnable de aquellas tierras, a veces asentada apenas en el control de un valle.
La conquista de Kabul por los talibanes el pasado 15 de agosto y la retirada de Estados Unidos puso de nuevo en evidencia esa lección histórica, tantas veces aplicada en territorio afgano: la dificultad de implantar la paz entre esos reinos de taifas cuya supervivencia se alimenta solo de arreglos transitorios entre jeques, aunque nunca logró imponer la armonía entre vecinos. Esa fue la primera lección que hubieron de aprender, con la amargura de su derrota, los grandes conquistadores y líderes de todos los tiempos, desde el rey de Persia Ciro hasta Mijail Gorvachov. El primero murió sin haber logrado someter a los afganos; el segundo, se vio obligado a retirar a las tropas soviéticas en 1988 después de una guerra de diez años que provocó la muerte de unos 15.000 soldados rusos, un millón de víctimas civiles y un ingente derroche económico.
Tampoco los estadounidenses, que libraron allí su guerra de veinte años, comprendieron la diversidad étnica y tribal de Afganistán. Su proyecto inicial de persecución de Al Qaeda, en represalia del ataque terrorista el 11-S, se alargó tras el asesinato de Osama Bin Laden en Pakistán. Fracasado su plan de cambio de régimen e implantación de la democracia en ese país de imposible arreglo, revivió el Afganistán de los talibanes, anclado en una casta medieval, de conservadurismo férreo, verdugo de los más elementales derechos humanos. El desenlace de este capítulo de las guerras afganas demuestra que la democracia no es un producto de fácil exportación. La reivindicación de modernidad no coincide con la demanda de justicia y libertad en un país regido por la ley islámica. Ese fiasco de Estados Unidos nació del poder de una equivocada ideología política impuesta y el desprecio de la geografía, entendida ésta como escenario donde se aplican las propuestas de modernidad. Durante su poderosa intervención bélica, los norteamericanos no han logrado comprender la diversidad étnica y tribal de la sociedad afgana.
En su libro 'La revancha de la geografía', el escritor y periodista estadounidense Robert D. Kaplan avisa con gran tino que «podemos enviar hombres a la luna, pero todavía tenemos muchas dificultades para cruzar el Himalaya». Hay realidades geográficas sumadas a situaciones culturales que son imprescindibles y hay que tener en cuenta, advierte Kaplan: «podríamos analizar la sociedad afgana para aplicar allí una apresurada cirugía democrática a corazón abierto; pero cambiar de mentalidad a la gente lleva mucho más tiempo». Desde esa perspectiva, Afganistán es hoy el arquetipo de una venganza de su geografía: un paisaje físico difícil de controlar, habitado por poblaciones de imposible evolución y entendimiento desde el código de los análisis occidentales.
Durante la pasada década, han aparecido en Afganistán otros factores, como la presencia creciente de los países vecinos, Rusia y China. Rusia ha reforzado su estatus militar en la zona avalando su poderío con la intervención en Siria; China tiene inclinaciones globales que, en el mapa afgano, se concreta en el aprovechamiento sin límites de sus reservas de minerales estratégicos. En esa perspectiva de una guerra, perdida a pesar del espectacular despliegue del Pentágono, ambos adversarios avivan el fuego armando a los talibanes para expulsar sin contemplaciones a los estadounidenses y borrar su imaginario bélico de heroicos soldados, pues las historias de refugiados también son historias de guerra. Queda demostrado: una guerra no se gana solo en el campo de batalla y la democracia no se impone chasqueando los dedos.
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