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Tengo una excelente relación desde hace años con los ingenieros agrónomos, colectivo menos señoritingo que otros con titulaciones superiores idénticas a la suya. Gracias a ellos he aprendido una cosa que a veces olvidamos los que solo vamos al campo a merendar: que sin ... agricultura no duraríamos ni una semana. Aunque ellos también calientan silla en el despacho, pisan surco y son capaces de diferenciar el trigo de la cebada, cosa que me sigue maravillando cada vez que lo pregunto.
Poco antes de que nos estallara el coronavirus, los 'agros' de la región organizaban cursos y jornadas reclamando atención a los agricultores que se manifestaban por toda España contra lo ruinoso que es perder dinero deslomándose en el campo. La maldición que tenemos encima nos ha hecho olvidar las tractoradas de esos tipos duros que recolectan cada día lo que necesitan mesas y cocinas. Me cuesta imaginar cómo serían hoy nuestras vidas sin ellos surtiendo el mercado de patatas, alubias, pimientos, garbanzos, zanahorias, tomates o fruta, entre otras necesidades básicas imposibles de conseguir sin su esfuerzo y el de parados e inmigrantes recién incorporados.
Remataré este comentario con la sentencia del añorado ingeniero agrónomo don Pedro Llorente, ex director general de Medio Ambiente de la Junta, cuando puse en duda la poca filosofía de su profesión: «¿Te parece poca filosofía dar de comer a la gente?».
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