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En estos tiempos las explicaciones psicológicas tienden a ser muy superficiales. Quizá solo se trate de un caso más de la vulgarización general, que atrae especialmente mi atención por pertenecer a la profesión que cultivo. Sea como fuere, da la impresión de que la sociedad ... ha extraviado parte del sentido común y que la sabiduría cotidiana ya no nos guía con la misma autoridad que antes. Puede suceder que nos hayamos acostumbrado a volar a gran altura y no distingamos bien los detalles de la realidad. O bien que nos hayamos vuelto capaces de valernos exclusivamente de la realidad virtual y sus fantasías digitales. Incluso es posible que podamos oponer a los hechos incuestionables otros hechos alternativos, puramente imaginarios, pero que son tanto o más compartidos por los demás que los sucesos naturales. Cabe sospechar, en definitiva, que el «sentido común» está siendo sustituido por el «sentido populista», que se comporta como una especie invasora y se aprovecha tanto del egoísmo y la inseguridad general como del ansia consumista y del temor a la libertad. A la «servidumbre voluntaria» a la que aludió La Boètie, habría que añadir ahora una «credulidad voluntaria», que impulsa a los ciudadanos a creerse cómodamente lo que más les venga en gana.
Según avanza el siglo se van objetivando con más claridad los cambios que le alejan de las ideas precedentes. En este nuevo marco es lógico que las personas de más edad encuentren serias dificultades para entender lo que ocurre, y apelen enseguida al pasado para compararlo con lo que sucedía en «su tiempo» o «en otros tiempos». Pero, para ser sinceros –si es que esto es posible–, tampoco se ve que los jóvenes en su conjunto sean más lúcidos y conscientes, aunque sí más familiarizados y a menudo indiferentes. Lo cual me hace pensar que, en «nuestro tiempo», no estábamos menos despistados ni éramos menos frívolos e insolidarios. Pero a nuestro favor teníamos la ventaja de que la limpieza de sangre secular, doblemente cruenta durante el siglo XX, quedaba a nuestras espaldas. El horizonte era más limpio, la naturaleza estaba más sana y se vivía bajo la impresión de que todo progresaba.
En cambio, ahora las democracias se vuelven autoritarias y plutócratas, en los gobiernos se instalan los peores y más lunáticos dirigentes –a lo que llaman 'caquistocracia'–, mientras que los saberes van siendo sustituidos por algoritmos y análisis de datos que nos anteceden y diseñan nuestras decisiones. Como si definitivamente, y siguiendo los términos de Pascal, el «espíritu de geometría» se hubiera impuesto al «espíritu de fineza». Finura perdida que está en el origen de la trivialidad que caracteriza a las explicaciones psicológicas, que es a lo que iba al principio pero que se me va quedando poco a poco en el tintero del artículo, bajo la promesa, eso sí, de volver a retomarlo en la próxima ocasión que se me ofrezca.
En cualquier caso, es difícil evitar la impresión de que el nuevo siglo se va ahogando poco a poco a fuerza de calor y contaminación, en tanto que un ruido de fondo, como de ruina, caos y exterminio, anuncia la explosión próxima de la caldera. Allá por donde mires la gente mata, se mata o espera matarse pronto. Incluso se animan unos países a otros a llenar más los arsenales, como para hacernos ver que el consumo de armas es, junto con sus crisis periódicas, el signo identitario del capitalismo. Sin embargo, soy consciente de que esta mirada algo pesimista puede ser producto de la edad, del temor e inseguridad que avanza con los años o bien de la incomprensión y la soledad crecientes. E incluso puedo aceptar que mi miedo en realidad no me pertenece, pues quizá venga inducido por algún cálculo matemático que manipula mis intereses y llena mi inconsciente de amenazas bien diseñadas. Pero también es verdad que, cumplidos cierto número años, el optimismo recalcitrante del abuelete es cosa tonta, empalagosa y pueril de la que por estética e higiene conviene alejarse.
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