Hoy juzgamos la eficiencia como un valor eminente. Intentamos que todo discurra lo más rápido que pueda, con el mínimo esfuerzo y el menor gasto posible. De algo superior, bien construido y mejor rematado, decimos que es eficiente si se obtiene con comodidad y exiguos ... recursos. Lo que antes calificábamos como tarea bien aprovechada, ahora hay que hablar de eficiencia para amoldarse a las costumbres. Las palabras también tienen sus modas, sus fetichismos y sus bobadas.
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Lo curioso, aunque no nos sorprenda demasiado, es que la eficiencia haya llegado también a los sótanos del espíritu, a ese subterráneo donde se esconden las pasiones más inútiles y arbitrarias, más ricas en despilfarros, desperdicios y dedicaciones desaprovechadas. Y es en su seno, precisamente, donde la eficiencia quiere en la actualidad imponer su dominio contracorriente.
Sin embargo, en ese territorio cansino y calmo no conviene meter muchas prisas a nada ni a nadie. Las consecuencias pueden ser sumamente perjudiciales. Imaginemos por un momento que apremiamos al amor o al aburrimiento, que son dos ingredientes vitales, sabiendo que si son acelerados corren el riesgo de deshacerse. Recordemos que una vida sin aburrimiento está condenada a la depresión y la esterilidad. Sin los refugios del tedio, el deseo se desperdicia o se desparrama, y como consecuencia perdemos la ilusión de realidad. Inculcar eficiencia en ese cobijo, donde reposamos y recargamos fuerzas, es condenarnos a un insomnio mortal. Se dice que las prisas –como las exactitudes– son malas consejeras, lo que convierte la eficiencia en ineficiente. En el fondo la eficiencia es bastante atolondrada y, aunque ponga buena cara, no sabe otra cosa que apremiar y apresurar a las gentes.
Por otra parte, respecto al otro personaje, poco esperamos del amor sin la colaboración derrochona y parsimoniosa del tiempo. La seducción camina a pequeños pasos y bebe a ligeros sorbos. Soporta mal las apreturas y los empujones. Si aspiramos a querer y que a nos quieran debemos respetar los plazos. Para acercarse íntimamente a alguien se necesita un fuerte andamiaje, sin el cual no pasamos de la piel del otro, le malentendemos y al final rodamos por la pendiente de la soledad. Este y no otro es el destino que nos augura la eficiencia si persiste en ser apóstol de la eficacia amorosa. Incluso para dar por finalizadas las relaciones necesitamos que no nos aprieten las tuercas. Los andamios hay que desmontarlos pieza a pieza, o en otro caso dejarán graves cicatrices en la fachada o excavarán huecos en la sustancia del alma. También las separaciones hay que incubarlas, sin descortesías, tirones ni desatenciones innecesarias.
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