Si intentamos identificar los peligros que nos amenazan, destacamos enseguida la soledad por encima de todos. Incluso si sumamos los males accidentales que se nos vienen encima, aquellos que no surgen del interior de uno mismo sino del azar y la mala suerte, observaremos también ... que la soledad continúa siendo el principal protagonista. Por sentirnos solos sufrimos, y a causa del sufrimiento nos sentimos aún más solos. El círculo de la soledad se cierne implacable en nuestro entorno y circunvala el incierto viaje de la vida.

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Se ha dicho que la soledad es un castigo tan terrible que ni el infierno se atreve a utilizarla. Desborda la imaginación del verdugo y no figura en la lista luciferina de tormentos. El propio Jehová corroboró, según se lee en 'Génesis', que no era bueno que el hombre estuviera solo, subrayando los perjuicios de la soledad desde el primer momento. Otra cosa es que nos incomode la fórmula divina que se sacó de la manga para darle compañía. Podía haberla creado de la tierra, como al varón, y no de sus costillas. El feminismo habría acortado tan larga espera.

La soledad realmente dañina es la que viene de cuna, la que procede de la violencia paterna, de la incongruencia de sus afectos o de la falta de ternura y caricias. Esa es la que hiere el alma y la deja coja y patidifusa. Esa soledad es radical y no tiene cura. Se arrastra como un infortunio que acompaña imperecedero a quien la padezca. Comparado con ella, lo que llamamos aislamiento o cualquier otra forma de soledad voluntaria, misantrópica o sobrevenida, son avatares superficiales que no alteran la almendra de apego y amparo que nos sirve de centro y punto de partida. Si contamos con este meollo, podemos llegar a decir, sin sentir orfandad ni indefensión, que nunca estamos más acompañados, ni en más dulce paz, que cuando estamos solos. Al revés de quien se siente más solo cuanta más gente conoce y le rodea, que es a quien la puñalada de la soledad le llega más hondo.

Por esa falta de sociedad reconocemos a un loco, no porque haya perdido la razón o se comporte de modo extravagante o inusual. No nos volvemos locos por daño cerebral sino por soledad. Lo que admiramos de la locura, precisamente, es el tesón y creatividad con que intenta taponar el vacío sin fondo donde se domicilia y sobre el que intenta construir o levantar su vida.

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Quizá esa lucha del loco contra la soledad fue lo que llamó la atención a Kafka, cuando, el 28 de noviembre de 1912, aludió en sus diarios a la «experiencia muy refrescante que resulta de hablar con un loco de remate». Añadió para despejar toda ambigüedad, que no se refrescó porque durante la charla se hubiera reído mucho, sino porque le hizo permanecer despierto todo el día.

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