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Desde hace unos años se ha hecho habitual que un abrazo efusivo se prolongue por la espalda con un rascado intenso. No sé de dónde viene esta manía tan pintoresca ni si su origen tiene una explicación práctica. Lo que sí sé es que me ... molesta y me hace sospechar de la autenticidad del gesto e incluso de las buenas intenciones del vehemente amigo. Porque, por poner otros ejemplos, también te podían mesar los cabellos, apretar la cintura o golpear el pecho, como hacen los jugadores de tenis, de perdedor a vencedor, cuando se saludan al concluir el encuentro. Pero no se emplean.
Hay algo extraño en esta muestra de afecto. Algo que tiene que ver con vivir de soslayo y no mirarse a la cara. Esconde algo de traición, de actitud falsa y de darte la espalda. O quizá sea yo, que focalizo en ese detalle mi óptica paranoica, por otra parte, tantas veces acertada. Cabe también que mi rechazo provenga de una reminiscencia política. Los próceres de la dictadura se saludaban con un fuerte abrazo seguido de varias palmadas a dos manos que rubricaban, antes que la cortesía, la coincidencia ideológica.
Ya digo que no sé. Es difícil, o más bien imposible, reconstruir el origen de nuestros gustos. No sabemos por qué nos atrae esa persona más que la otra, ni por qué preferimos el mar o la montaña, o por qué esa novela en concreto nos seduce y atrapa. Sobre gustos no hay nada escrito, se zanja con autoridad y dando el tema por resuelto. Pero, sea como fuere, me inquieta el asco profundo que le he cogido a ese aspaviento.
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Pienso que todo lo que se hace de espaldas o por la espalda o es erótico o es sospechoso. En ese plano no hay medias tintas. La espalda es la parte más binaria de nuestra anatomía. Se polariza enseguida. Quizá no sea de extrañar, por lo tanto, que me interrogue sobre el hecho. El que me raspa el lomo no sé bien si intenta reconfortarme o me compadece en exceso. Porque no se contenta con abrazarme, si es que resulta procedente esa muestra de afecto, sino que se detiene y me da unas friegas inoportunas que me envaran el espinazo y me sientan como una puñalada.
Sé que exagero, pero tampoco es malo de vez en cuando exagerar. ¿No exagera acaso el que me abraza y araña? ¿Confundirá las caricias con el restriego? ¿Pensará que extremando sus visajes nos vamos a querer más? ¿Me habrá confundido con alguien de quien tiene algo que rascar?
Ni lo sé ni me importa, pero, por favor, que a mí no me lo hagan. Todavía no he incluido esas maneras en mi manual de buenos modos. Por si acaso, cada vez que lo sufro y me irritan la piel me doy Nivea o Cicalfate nada más llegar a casa. Y para borrar la desconfianza añado de tapadillo un chupito de anís La Castellana.
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