
De un tiempo a esta parte, se multiplica el número de quienes me saludan en la calle con un interrogante que causa intranquilidad: '¿Qué tal ... estás?'. No se limitan a un saludo formal, del tipo 'hola, qué tal', sino que lo amplían a un incierto más allá.
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Lógicamente, en lo primero que pienso es en acudir al consultorio, dudando de mi salud y mi fisonomía. No sé qué han visto que yo no veo. En estas ocasiones, además, me viene siempre a la memoria el inquietante comienzo de una de las 'Devociones' escritas por John Donne, allá en los albores del siglo XVII: «Observo al médico con la misma diligencia que él a la enfermedad; veo que tiene miedo y me atemorizo con él». Las dolencias, e incluso los dolores, los observamos primero en la mirada de los demás.
Sin embargo, pronto me tranquilizo. No tardo en llegar al convencimiento de que la pregunta responde a una fórmula de cortesía, más que a la percepción de un derrumbe personal. Soy protagonista y testigo de un cambio cultural. Ya no se enjuicia a la persona mayor como a un adulto sabio y templado, convertido en un espejo en el que mirarse, sino como convaleciente de una enfermedad social. La pregunta que me inquieta responde más bien a un interrogante dirigido al arrinconamiento que sufres, a la pasividad que te ensombrece, a la puerilidad con que te tratan o al enigma de un mundo vertiginoso que supera tu inteligencia y ahoga tu curiosidad.
Además, la sensatez y serenidad que en el mejor de los casos se le suponía al longevo, ya no es tal. Ya solo apreciamos en él a un cascarrabias resentido, avaro y egocéntrico que se agranda con cada aniversario que celebra. John Donne vuelve a tener razón cuando, en un texto distinto, las 'Paradojas', enuncia así una de ellas: «Que los hombres viejos son más insensatos que los jóvenes». Eso lo escribe en 1595, cuando una persona mayor no pasaba de ser lo que hoy representaría un joven de cincuenta años, y no como ahora a un leño de ochenta. La insensatez senil no ha dejado de aumentar.
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Hace unos días, Fernando Aramburu se despedía de su columna semanal en 'El País' con estas palabras: «Abrigo la sospecha de que poco a poco me he ido convirtiendo en un desplazado de mi época; que he dejado de entenderla y que mis opiniones se asemejan cada vez más a un paraguas abierto en medio de un huracán». Quizá tenga razón y a las personas de más edad les esté negado, en una sociedad tan consumista, técnica y superconectada, distinguir las claves de la realidad. Pero quizá no sea así y, como ha venido siendo toda la vida, corresponda a los más mayores identificar lo que no ha variado un ápice de Sócrates para acá: la esclavitud, la guerra y la vanidad.
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