En la cultura antigua se diferenciaban los deseos en función de tres linajes distintos: sexual, de poder y de saber. Libidos 'sentiendi', 'dominandi' y 'sciendi', respectivamente, según los términos latinos. En principio, los tres se igualaban en intensidad e importancia, pero la doctrina cristiana se ... obcecó en el control sexual, y esgrimiendo la pureza, la abstinencia y la castidad encumbró el pecado sexual por encima de los demás. Aunque, en el fondo, nunca renunció al orden capital de las flaquezas: primero la soberbia, segundo la avaricia y la lujuria solo en tercer lugar. La actual debilidad de la Iglesia nace en gran parte de esa obsesión, que ha acabado por devorarla. Olvidó pronto el consejo de san Pablo a viudas y solteros, a quienes animó a casarse antes que abrasarse si no se podían controlar. Es sensato, por consiguiente, pensar que la Iglesia recobrará su prestigio cristiano cuando admita sacerdotisas, y lo rubricará cuando amplie el sacerdocio a personas que se reconozcan públicamente como gais o trans.
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Entre los contemporáneos, en cambio, al liberarse en parte del control represivo de la sexualidad, destacan mejor otras combustiones del deseo y otras fuentes para nuestros males, como son el afán poder y el anhelo de identidad. Hoy se analizan con cuidado los peligros que supone la presencia del deseo de poder en todos los campos, y se subraya la avidez identificatoria que emborracha a los ciudadanos.
Es notorio que el auge de las dictaduras populistas y del capitalismo autoritario redirigen la atención hacia los tejemanejes del deseo de poder, que en el pasado permanecían camuflados tras la cortina de la sexualidad. A lo sumo, antes aceptábamos que el sexo es una batalla real por el dominio del otro que no se conforma con el intercambio placentero y tentador de los cuerpos. Lo que no llegábamos a reconocer por entonces con claridad, era el resto de los elementos de poder que bullen tras las contiendas del sexo, en especial los abusos del patriarcado y la violencia de género.
Además, hoy aceptamos que, junto a las luchas de poder tradicionales, como son la pugna de los estratos sociales –antigua lucha de clases– y las grescas personales, sobresale el cisco de las identidades. La necesidad y el ansia de identidad envenena la condición humana. Siempre fue evidente la fuerza identitaria que iza las banderas y sujeta las relaciones humanas, pero entre los contemporáneos parece aún más efervescente. En un mundo globalizado, los localismos y el nacionalismo tribal –todos los nacionalismos remiten a una cuadrilla o a un clan– agrían la frágil identidad del ciudadano, sediento por pertenecer a una nación y por poseer un diagnóstico que le distinga y adorne su personalidad.
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