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Siempre es importante saber de dónde venimos, casi tanto o más que descubrir a donde vamos. Conocerlo facilita las cosas, porque el pretérito, en principio, es más claro que el paradero hacia el que nos guiamos. El futuro es imprevisible, si descontamos, por supuesto, ese ... destino final que nos iguala a todos y que satisface los gozos del rencoroso. En cualquier caso, el pasado es firme e inamovible, aunque en gran parte nos lo inventemos, pero el futuro es agónico e incierto.
En cambio, nadie sabe de dónde viene ni puede dar fe de su origen remoto. A lo sumo llegamos a conocer por dónde asomamos. Aparecemos entre las piernas del deseo y bajo la bóveda del lenguaje. El deseo es el motor que nos mueve en el mundo y la palabra el instrumento para conocerlo y contarlo. Hoy no gusta ir más allá o más acá de estas preguntas. Nos huele a rancio, a moho, a iglesia. Nos contentamos con explorar un poco la historia, si miramos hacia adentro, y debatir sobre el cambio climático, si lo hacemos hacia afuera. Lo trascendental no forma parte de la dieta. Hemos subsumido lo metafísico en el guion de una novela.
El origen es tan nublado e incierto que nos damos por contentos con saber por dónde nacemos. Afloramos en ese recodo donde el tronco se divide en dos. En ese rincón, donde confluyen extremidades y tronco, identificamos nuestro punto de origen pero también los atractivos y las delicias del amor. En el mito platónico, el andrógino era condenado por su soberbia y cortado en dos, quedando ambas partes condenadas a buscarse desesperadamente. Eso leemos en el 'Banquete', cima de la narrativa y filosofía amorosas. La lógica del dos en uno que ejemplifica el amor coincide con la anatomía del bípedo humano.
Hay personas refinadas que sitúan el amor en el corazón o en el alma. En el alma porque el amor es invisible e intangible, y en el corazón porque lo asocian con la aceleración del pulso que corteja la emoción. Pero los más prosaicos, vuelven directamente al ensamblaje inguinal. En esa bifurcación localizan el origen de todo amor y de todo deleite posible. Sin pasar por esa esquina entienden que el amor es irreal y se presta a confusión.
Pero algo dije al inicio sobre la bóveda del lenguaje. Y si es cierto que no hay amor hasta que no interviene el tacto, tampoco lo hay mientras no se declara. El sentimiento amoroso no existe si no se le pone palabras. Los amores mudos son imaginarios, son simples caprichos, ilusiones o mandangas. Hasta que no se les declara con letras no hay amor que valga. Bien es verdad que no basta con la letra escrita, pues los besos por carta, como creyó Kafka, se los comen en el camino los fantasmas.
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