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A todos nos han educado bajo la máxima que propone «no hacer a otro lo que no quieres que te hagan a ti». Según algunas corrientes éticas o ideológicas, bastaría cumplir con este precepto para garantizar la paz y la convivencia. Sin embargo, otras orientaciones ... políticas o morales, que se reconocen como más de izquierdas o menos conservadoras, apelan a una leve modificación de la norma que les parece más justa y contundente. Dice así: «No dejes que hagan a otro lo que no quieres que te hagan a ti». Al individualismo de la primera versión le contraponen el compromiso social de la segunda. No basta ejercer la bondad con alguien próximo, sino que hay que extender esa protección en defensa de los demás.
Como se ve, basta una pequeña diferencia, un leve matiz verbal, para que nuestras actitudes varíen seriamente. No es lo mismo respetar al vecino de enfrente que salir en defensa de los emigrantes o de los trabajadores de Auvasa, por poner un ejemplo local. En el primer caso no escapamos de nuestro círculo de contacto, pero en el segundo cambiamos la línea normativa y fijamos la mirada en la sociedad.
A menudo, lo que se pone en juego en estos distingos son las pequeñas diferencias. Ellas son las que cuentan al final. Incluso en los choques más polarizados acabas descubriendo, cuando llega la sensatez y el armisticio que los calma, que no eran tantas ni tan lejanas las perspectivas enfrentadas. A la postre, lo que las separa es efecto de la soberbia, de la vanidad y, en última instancia, del cólico de poder que padecen periódicamente los humanos. El deseo de poder es la lupa que transforma una pequeña diferencia en una oposición radical. Basta que uno cualquiera se extralimite y dispare, insulte, se abandere o se uniforme, para que todos nos contagiemos y nos olvidemos por un tiempo de las palabras. El arrebato del otro despierta necesariamente el mío en legítima defensa. La paz necesita de todos, pero a la guerra se llega con uno.
En este orden de cosas, aparentemente menores, es muy relevante también el pequeño matiz que distingue la globalización del cosmopolitismo. Resulta paradójico que cuanto más se relacionan y se asemejan los países, más se balcanizan y más intensas se vuelven las nacionalidades identitarias que los distinguen. Cuando todo se vuelve común y semejante, sean las calles, los comercios o la cultura, más necesarias se vuelven las pertenencias a un colectivo para que las gentes eviten el vacío y el anonimato. Se ha sostenido con frecuencia que el poder es la droga más embriagante, pero aún más exaltante resulta otra variante, el hambre de pertenencia. La necesidad de diferenciarse y pertenecer a un grupo asalta al españolito, al catalanito y al vasquito con una pasión exasperante.
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