Siendo yo niño aún regía la costumbre de llevar luto cuando moría un familiar. Eso acarreaba vestirse de negro o de oscuro, cubrirse con un velo en el caso de las viudas, y abstenerse de fiestas, juegos y banquetes, al menos en su apariencia exterior.
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Desde un punto de vista mental, ese hábito favorecía el trabajo de duelo, pues en unos casos facilitaba el recuerdo de la vida perdida, cuando era imprescindible para reconfortar la memoria, y, en otros, ofrecía tiempo para que interviniera el provechoso olvido, que es un curalotodo. Hay que tener en cuenta que se iba de luto durante todo un año, si era luto completo, o menos, medio luto, si se trataba de un familiar más lejano.
Si ayudaba a pasar página y a llevar a buen puerto lo que el psicoanálisis ha entendido como matar al muerto, era porque el luto llegaba a hacerse tan largo y cargante que había quien desesperaba y caía en depresión. Se ansiaba desterrar al difunto de la memoria y, consecuentemente, librarse lo antes posible de las garras del desaparecido. No se veía momento de terminar con el ritual y cumplir así con la ley sagrada de que el muerto al hoyo y el vivo al bollo, que es el axioma más reconfortante y cruel de la vida.
Con el paso de los años la costumbre fue desapareciendo. Se sustituyó poco a poco el sombrío ropaje por un discreto brazalete, y se eliminó el filete negro que cubría el borde de las tarjetas de visita y de los sobres de correos, que por entonces se usaban mucho. Con el tiempo fue acentuándose el cambio hasta que se invirtió de cabo a rabo la situación. Hoy todo el ceremonial que nos protege de la muerte se ha vuelto más distante, aséptico y breve. Los ritos ya no favorecen los duelos, más bien los exprimen y encogen. Hay quien, llevando la exigencia de felicidad al extremo, acude al psicólogo porque, después de una semana del deceso, el muerto se mantiene vivo en su memoria y teme deprimirse ante lo que considera una tenacidad morbosa del recuerdo. Cree, siguiendo la corriente de los tiempos, que uno no está para esperas, despedidas o arrepentimientos, sino para aprovechar al máximo todo lo que la realidad le ofrece de bueno.
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Hoy todo cursa tan acelerado y todo es tan secamente inmediato, que si el ayer asoma nostálgico y el mañana despunta incierto, muchos se sienten angustiados. Se llega a pensar que a un muerto se le quita del medio con un clic, y que una vez que se ha perdido un día en homenajes, tanatorio y entierro, al día siguiente todo volverá a su puesto. Sin embargo, la muerte de un ser querido no es como la de un ciudadano que se derrumba en la pantalla tras un bombardeo, ni el deseo sigue siendo un hilo tan seguro cuando un muerto se lo lleva puesto.
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