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En su libro 'La lengua del Tercer Reich', Víctor Klemperer nos recordó que el nazismo se había introducido en la carne y la sangre de ... las masas gracias al uso de siglas y clichés repetidos millones de veces. Esta misma estrategia nos vuelve a concernir hoy directamente a medida que las redes sociales se han convertido en una factoría de frases cortas que sin reparo nos embarga. Sin embrago, hay que cuidarse de no confundir las frases cortas con las frases breves, que pueden llegar a poseer un alto nivel comunicativo como lo demuestran algunos estilistas del lenguaje. Pensemos, por ejemplo, en Azorín o en Margarita Duras, maestros literarios de la concisión y la brevedad, aunque ambos se diferencien profundamente, pues uno apenas dice nada cuando escribe, salvo el primor y pulcritud con que ordena las palabras, mientras que la otra desgarra los días y llena sus escritos con un continente conmovedor de experiencias desamparadas.
La frase breve, al fin y al cabo, es suficiente para decir lo que quiere y lograrlo con precisión y sentido lírico, mientras que la corta, haciendo honor a su nombre, siempre resulta escasa. Carece de fuerza explicativa y, lo que es peor, no es capaz de reflexionar, esto es, de volver sobre sí mima para aclarar el contenido o precisar mejor lo que pretende. Y un lenguaje que no puede tomarse como objeto y analizar o ponderar lo anteriormente dicho, ni es lengua ni es nada. Se condena a usar las palabras como si fueran cifras, que son eficaces para dar fe de algo y para hacerlo de una manera cerrada y encajonada, plenamente cierta, pero sin perspectiva de duda ni espíritu crítico, que son el condimento imprescindible de la palabra. La frase corta alimenta un discurso literal, saltígrado y entrecortado, sin alma, condenado a exponer y provocar una certeza fanática. A ese lenguaje explosivo no se le puede pedir pruebas ni exigir matices. Dice lo que dice y no puede añadir más, salvo repetir indefinidamente la fórmula ensayada. Y lo que es aún más grave y problemático, nos confirma que a cada frase reiterada solo le queda el recurso de mentir para salvar el paso del tiempo sin cambiar nada.
Pues bien, volviendo al presente, aquí se plasma la idea de que la cortedad y la repetición estereotipada de las frases son uno de los mayores riesgos de atrofia que amenaza a la mentalidad contemporánea, que se ve abocada a la superficialidad y a las opiniones hiperbólicas y solemnes. Sin embargo, con esto no concluye la comparación del lenguaje del Tercer Reich con los usos actuales. El súbdito alemán Klemperer, intelectual judío y superviviente de los bombardeos de Dresde, añade que lo más desconcertante del triunfo del fascismo era que, pese a la profunda difusión entre el público de las ideas e ideales que Hitler exponía en su libro, 'Mi lucha', accediera no obstante al poder y lo retuviera durante doce años.
Sin embargo, llama la atención la sorpresa de nuestro autor. No pudo imaginar que, unas décadas después, se impondrían largamente entre nosotros los populismos y las democracias autoritarias, unas veces con escrutinios fraudulentos y amañados, pero otras con votaciones suficientemente saneadas. Ahora observamos con desazón que, gracias al voto de los ciudadanos, los líderes más tiránicos y absolutistas son elevados a las máximas dignidades del Estado. De este modo, la democracia se destruye a sí misma cediendo el poder a las figuras más antidemocráticas. Hoy nos empieza a resultar familiar y trágicamente natural que las mayorías opten por la dictadura y la autocracia. Nos atemoriza la posibilidad de que la democracia haya sido un espejismo griego que muere una y otra vez ahogada por lo que La Boètie bautizó como «servidumbre voluntaria». La tentación de obedecer y tener un caudillo no llega a desaparecer nunca de nuestras almas. La única esperanza descansa en que, tras la destrucción y la algarada, renazca la ilusión de libertad y justicia, al menos durante un tiempo feliz, a la espera de la siguiente frenada.
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