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En una ocasión le preguntaron a François Mitterrand, presidente de Francia durante los años ochenta y noventa, cuál era la virtud que más valoraba de un político. Tras un corto silencio, respondió tajante que la indiferencia. Probablemente se refería, con tan desconcertante respuesta, a ese ... grano de frialdad que le permite a un dirigente dormir tranquilo por muy graves y urgentes que sean sus congojas y desazones. Remitía a una despreocupación vital y virtuosa, no negligente, sin cuya presencia el político se convierte en un personaje irritable, ansioso, descentrado y envejecido en pocos meses.
Algo semejante defendió Frieda Fromm-Riechman, psiquiatra estadounidense de origen alemán, que pasa por ser la primera psicoterapeuta de psicóticos. Su recomendación básica, cuando se trata de ayudar y acompañar con eficacia la vida de un loco, es abordar el caso bajo una buena dosis de indiferencia. A su juicio, sin un punto de desgana se corre el riesgo de emplearse demasiado a fondo, con un exceso de intensidad que probablemente hará que el sufriente, al que intentas ayudar, lo entienda mal, se agobie y recele. El exceso de celo, la llamada pasión curadora, es uno de los mayores defectos de la psiquiatría convencional. Acaba siendo violenta porque no renuncia a curar y normalizar a quien probablemente ni lo desea ni lo necesita. La más de las veces el loco es alguien que solo quiere ayuda, respeto, acompañamiento y cortesía, y eso necesita más de una actitud medida y moderada que de volcarse e invadir a la persona.
En cualquier caso, esa indiferencia a la que recurren nuestros dos personajes, poco tiene que ver con la práctica huidiza de desentenderse, no querer saber nada o mirar para otro lado. Alude, más bien, a una indiferencia contradictoria. Es decir, a una indiferencia diligente, aunque convierte su presencia en algo que para el sentido común puede resultar chocante.
Lo habitual es vérselas con una indiferencia cruda, egoísta y mal encarada, que tiene más que ver con el desprecio que con el cuidado. El desprecio, sea a lo que fuere, siempre se resuelve en una condena. En una reprobación del otro al que se considera, antes que malo, anodino e intrascendente. El indiferente es un pequeño déspota que ejerce su autoridad a través del desapego y el desparpajo de su desgaire. La indiferencia otorga un pequeño o gran poder sobre los demás que a menudo extralimitamos.
Lo realmente complicado en la esfera del cuidado del otro o del ejercicio de la solidaridad, es hacer compatibles la preocupación por el otro y la indiferencia ante su singularidad. El racismo, la xenofobia, el machismo la homofobia y transfobia no son nada más que la consecuencia de no haber aprendido a ser indiferentes con la diferencia.
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