Desde hace unos años la palabra «inclusivo» ha pasado a primera línea de fuego. Distintos colectivos se han entregado a su magia y se sirven de ella para formular sus reivindicaciones y mostrar las vergüenzas del adversario de turno. Lenguaje inclusivo, género inclusivo, educación inclusiva ... y tantas otras categorías que admiten el adjetivo, son muestras de una actitud integradora que pretende huir de las exclusiones y debilitar los binarismos.
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Sin embargo, ignoramos si lo inclusivo se opone realmente a lo exclusivo, que alude tanto a lo que excluye y segrega como a lo que proporciona distinción y elitismo. En este segundo sentido, lo inclusivo también quiere imponerse y destacar, con lo que los términos se confunden y ponen en boca de los contrincantes muchas opciones de litigio más o menos ventajosas.
Esto es un buen ejemplo de lo que sucede ahora en cualquier confrontación, donde los contendientes han aprendido a incorporar el lenguaje del oponente y lo devuelven desarmado o resignificado a su favor. Para conseguirlo se deja de discutir sobre cosas, hechos o prácticas y se centra la disputa sobre intenciones, relatos o palabras. Un desplazamiento que es el signo de los tiempos, marcado de extremo a extremo por la confusión de lenguas. Cualquier discurso, pensamiento o perspectiva inclusiva, que tiendan a reducir diferencias, se tergiversa enseguida con otro lenguaje, pensamiento o perspectiva, en este caso identitarios, que reclaman divergencias. Y esta desfiguración procede tanto del antagonista como surge en el interior del protagonista, que pronto se desdobla en diferentes corrientes.
Con las mismas palabras se puede denunciar o apoyar la inclusión o la exclusión, la actitud incluyente o la excluyente. Llega a suceder así que los discursos nos dicen poco, y muchas veces necesitemos ver la cara del elocuente tribuno para saber a qué atenernos. A falta de otra cosa, volvemos a defender que vale más una imagen que cien palabras, lo que genera malestar, pues caemos en esa tentación imaginaria de la época que tanta desazón nos causa.
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En 1933, Ferenczi escribió un artículo psicoanalítico sobre la confusión de lenguajes entre los adultos y el niño. Observó que un niño perjudicado por el afecto de los padres, ya fuera por su ausencia, exceso o inoportunidad, reacciona identificándose con los progenitores y sintiéndose culpable porque no le han sabido cuidar o enternecer. Esta inversión de papeles es distinta en el adulto, que acusa al otro de sus faltas con la misma ligereza con que se autoacusa el niño. En la política actual cada palabra da la impresión de incorporar a su propio antónimo en la significación original. Se es demócrata y antidemócrata a la vez, con la misma facilidad.
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