El equilibrio interior nace de la armonía entre lo que uno dice, lo que piensa y lo que hace. Cuando estos tres vértices se contrapesan, sin desafinar en exceso, calificamos a la persona de sincera y sensata. Es 'persona', decimos como un elogio dirigido a ... quien queda así retratado. En caso contrario, hablamos de impostor y le acusamos de hacer lo que no dice y decir lo que no piensa. No es 'auténtico', añadimos, sin que sepamos bien cómo definir la autenticidad. Un concepto que bascula entre el discurso existencialista y el religioso.
Sin embargo, esta reflexión, que hasta hace poco mantenía su salud y buena cara, hoy parece anticuada. La opinión pública ya no se guía por estos criterios de verdad que empiezan a mostrarse viejunos y anacrónicos. Pertenecen a una época donde aún se pagaban socialmente las meteduras de pata, las mismas que ahora se ocultan fácilmente bajo una capa de argumentaciones falsas. La verdad ya no viene avalada por la adecuación del discurso a los hechos y al pensamiento, sino por el número de seguidores que tenga cualquier patraña o por el acierto que mostremos en seguir la 'línea informativa' a la que pertenecemos.
Con todo, lo que hoy resulta más inquietante es plantearnos si esta dinámica pública tan rapaz va acabar afectando a la moral particular de los ciudadanos. Desconocemos si la farsa social terminará contaminando las actitudes y responsabilidades privadas, o bien si estas acabarán rebelándose e imponiendo su régimen de verdad a los decires comunes. Parece más probable el primer movimiento, pues todos acabamos seleccionando las noticias según conviene a nuestra mentira colectiva. Ya no se reciben abierta y pasivamente las informaciones, sino que se eligen las que a uno le viene en gana y le gustan más. Todos seleccionamos emisora, cadena o red, no tanto bajo el respeto de lo que realmente haya sucedido sino en función de nuestras preferencias y engaños particulares.
Si fuera cierto que nos adentramos en el siglo de la impostura, habremos de irnos acostumbrando a que unas personas sigan viviendo en el mundo objetivo y táctil de santo Tomás, y otras en el universo artificial de las pantallas y la virtualidad. En ese escenario la democracia y la tiranía creerán coincidir como dos modos igualmente legítimos frente a la libertad. Conseguirán de este modo que el ciudadano vote a favor de quien le vaya a esclavizar y a arruinar. Como si los comicios no fueran otra cosa que un plebiscito a favor del más simple y mentiroso, pero al mismo tiempo el más capaz de ofrecernos un mundo reducido y fácil de encajar. Un mundo que como siempre, y pese a tanta tecnología e inteligencia artificial, necesita siempre de un enemigo al que excluir y castigar. Esa es la verdad.