Más vale una imagen que mil palabras», proclama un conocido proverbio de inventor desconocido. El autor no fue un moderno, desde luego, aunque cualquier ciudadano de nuestro tiempo estaría dispuesto a suscribirlo, confirmando que vivimos en un siglo imaginario, rodeados por el espejeo estrábico de ... las pantallas.
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Más de un historiador de la cultura romana sugiere que un solo vídeo de las orillas pobladas del Tíber o del Foro Romano, aportaría más luces a la época de Cicerón que todo lo conocido a través de escritos y restos arqueológicos. Pero quizá sobrestimamos la trascendencia de la grabación. Puede que contemplar el Templo de Vesta o el Arco de Tito pintados con colores chillones y abigarrados nos supusiera una frustración estética y un quebranto de la nostalgia. Las ruinas son bellas por ser ruinas. Por permanecer grises y desconchadas. El estado original siempre desmerece. Es demasiado verídico. Los momentos del presente se acostumbran enseguida a ser monótonos y lerdos. Es mucho más interesante, al menos desde un punto de vista biográfico, la vida de los muertos que la de los vivos.
Ahora bien, al margen de su proverbial eficacia, la imagen tiene el inconveniente de no pensar. Sirve, en el mejor de los casos, para estimular la fantasía y dar vuelo a las ideas. El pensamiento se nutre de imágenes y conceptos, pero solo opera con pensamientos. Come de fuera, pero trabaja con sus propios elementos. La razón es distinta. La razón discurre sobre los hechos o los acontecimientos, pero el pensamiento solo lo es en la medida en que reflexiona y se toma a sí mismo como objeto. La razón unifica las cosas, pero el pensamiento desdobla a las personas, les obliga a ser simultáneamente objeto y sujeto. Una tarea, la de pensar, que hoy se instala tan fuera de nuestros hábitos que la posibilidad de abordarla nos rebasa y las imágenes salen venciendo.
Las mismas dudas despierta la inteligencia artificial, que pese a presentarse con las expectativas de una tierra prometida, solo es cálculo. Tampoco sabe pensar. Aprende, incluso aprende a aprender, pero no va más allá. Dominará en el futuro desde el punto de vista práctico, pero será inhábil para la vida, para el amor y, por supuesto, para la poesía. No sabrá de metáforas ni podrá enseñarnos moral o filosofía. Escribirá bien, con imaginación e incluso fantasía, pero permanecerá ajena a la literatura. Será, a fin de cuentas, de una inteligencia idiota y ambiciosa, amiga de guerras y disputas.
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En el fondo, si las imágenes o la inteligencia artificial no pueden ir más allá es por carencia de cuerpo. Necesitan, como Tomás, meter las manos en la herida. En cambio, la palabra, como el pensamiento, nacen obligadamente del cuerpo. Del cuerpo proceden y al cuerpo vuelven enseguida.
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