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Alguien ha definido el mundo actual como la sociedad del «me gusta». Un modo de vida que da prioridad a la elección por gusto, inmediata y no sujeta a reflexión, por encima de otra guiada por el deseo, que exige interés, proyecto y dirección. El ... comportamiento político de los electores es un buen ejemplo en estos momentos. El votante no elige siguiendo criterios afines a un programa determinado o al juicio que le merece la gestión de los gobernantes. Vota, ante todo, según le gusten las maneras del candidato y el relato publicitario que recita. Quien mejor se vende gana, aunque su conducta no tenga nada que ver con lo que anuncia o predica. Bajo ese gesto, el aquí y ahora del presente se impone sobre el pasado histórico, del que no aprende, y se desentiende del futuro, que queda oculto por la inmediatez sin perspectivas que rige en los gustos.
El fenómeno ha calado y profundizado hasta un nivel peligroso. Sin ir más lejos, cabe preguntarse si este desplazamiento no está en la raíz de la sociedad depresiva en la que vivimos. La depresión no es otra cosa que una detención del deseo. Una persona con sus deseos estancados, al que no le atrae ni apetece nada, ese es un deprimido. Y esto sucede por las circunstancias de la vida, no porque los neurotransmisores estén contaminados. Y una de estas circunstancias vitales es la comodidad con que se sustituye el deseo por el gusto. Un mecanismo reflejo y defensivo, producto de la comodidad o del miedo, que olvida la ley sagrada del deseo, el reconocimiento de que el placer decepciona siempre, pero la posibilidad nunca. La adicción al «me gusta» conduce, antes o después, a un callejón sin salida donde el deseo, bloqueado por el gusto, no acude a cambiar el rumbo ni a alimentar la vida con la nostalgia de ayer ni la ilusión del futuro.
El deseo, como todo lo imprescindible en la vida, necesita esfuerzo, trabajo y concentración. Se despierta y anima cuando se le doma con la continencia y la represión. Por eso la lujuria crece con la contención. En otro caso, si el gusto sustituye al deseo, y lo momentáneo suple a lo continuo, la depresión se va cargando y acaba por oscurecerlo todo, sumiendo al ciudadano en la apatía y la desesperación. Sin chasco, duelo y desengaño no hay deseo posible, y el sujeto se acomoda a decidir cómodamente si esto o aquello le gusta o no, hasta que, aburrido y sin el cobijo de los propósitos, descarga su rabia contra el mundo o contra sí.
La violencia es otra de las consecuencias de la idolatría desmedida al gusto. El deseo, desprovisto de cuidados y contenido, rezuma inevitablemente una violencia incontrolada que se dirige pronto contra quien tiene más cerca, la familia y uno mismo.
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