En marzo de 1995 tuve la suerte de acompañar a Mauricio Jalón durante su entrevista a Gianni Vattimo por encargo de una revista de psiquiatría. Ahora, recién fallecido el célebre filósofo italiano, me viene la imagen de entonces a la memoria. Le veo aparecer por ... la puerta de salida de El Prat, alto, elástico, juvenil, elegantemente vestido y con la inteligencia colgada de los labios.

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Conocido como católico crítico, pensador del postmodernismo, propulsor de la subjetividad transparente y minorizada, fue defensor al mismo tiempo de una homosexualidad libre y sin trabas éticas ni sociales. Su vida, vista con la perspectiva de los años, fue un ejemplo de combinatoria teórica y de explotación práctica de múltiples posibilidades.

Pero si traigo su recuerdo al lector es por la impresión que me ha causado la relectura del último párrafo de aquella entrevista ya lejana. Dice así: «La verdad solo es disminución de las verdades precedentes que nos presiden. Necesitamos por ello un núcleo sagrado para secularizarlo. No hay ética posible y practicable sin una familia a la que traicionar. La 'esencia' no es sino un perfume que se desvanece». Quizá esta secuencia de frases, algo telegráficas, resuman bien la idea central de su filosofía, construida en torno a la noción de «pensamiento débil».

Pese al significado literal, el «pensamiento débil» recibió este nombre no por su amenazadora fragilidad sino simplemente por intentar deshacerse de cualquier dogma o ultimidad. Lo concibió como un instrumento capaz de desinteresarse de todas las verdades que no fueran transitorias. Su aparente contradicción, de fuerza y flojedad, da cuenta de una ética de fundamento sólido, en posesión de un núcleo sagrado, pero que a su juicio solo se sostiene si nos comprometemos a secularizarlo. Como si se tratara de una piedra angular que, sin llegar a destruirse nunca, deba ser desmenuzada y roída sin descanso.

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Por otra parte, el «pensamiento débil», que tiene al siglo XX por objetivo, viene a ser la traición que oponemos a las opiniones que la familia intenta inculcarnos para asegurarse nuestra pertenencia a la normalidad, en cuyo seno ellos encuentran la fuerza y justificación de su ejemplo. Intentos que no pocas veces despiertan la reacción contraria, facilitando con ello que la sensatez crezca en la medida que lo haga la disidencia moral, racional y sexual con las que nos socorremos.

Vattimo quiso ser un sujeto descentrado y sin fundamento, pero no por ello inmoral, inseguro o pernicioso. Todo lo contrario. Aspiraba a ser un sujeto lleno de vida y afecto gracias a su fragilidad y su inconformismo. Resultó ser un ejemplo activo y político de «pensamiento débil», despojado de dogmas o fanatismo.

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