![Enemigo de confianza](https://s3.ppllstatics.com/elnortedecastilla/www/multimedia/2024/03/19/1477786007-kWFE-U2101868586921tYE-1200x840@El%20Norte.jpg)
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La Roma clásica nos fascina por su cultura y su exorbitado poder, y nos defrauda por su ceguera fálica y su organización clientelar. Como sucede en general, las virtudes y los vicios se reparten el pastel de la vida, unas veces a partes iguales y ... otras con perjuicios y desventajas. Hoy elegimos ensalzar las virtudes de Roma y para la ocasión seleccionamos una que destaca por encima de todas las contemporáneas: su respeto por los dioses locales. Los romanos conquistaban, expoliaban, esclavizaban y arruinaban a las ciudades por mor de impuestos y tasas, pero nunca dejaban de honrar a las divinidades locales. Entre sus ideales no había nada parecido a la conversión, el proselitismo o la evangelización. No había un dios único que intentara imponer su autoridad sobre los demás, ni sacerdotes que pretendieran convencer a los fieles de su verdad. Los dioses estaban a sus asuntos y solo de vez en cuanto trataban de ayudar o castigar al género humano por sus provocaciones y desmanes. Para celebrarlos era suficiente con no ofenderlos y mantenerlos sosegados. ¡Para qué más!
Esta atractiva muestra de deferencia y tolerancia, hoy tan ausente, nos sirve para recordar otra figura de paz y convivencia no menos necesaria: la del enemigo de confianza. Se trata de un enemigo que, como los dioses del panteón romano, vive de espaldas a nosotros y le traemos sin cuidado. Es un enemigo indiferente y despreocupado, pero al que conviene no irritar ni sacar de sus casillas demasiado. Está muy bien donde está, haciendo de pantalla y receptor de nuestros miedos, odios y aversiones, que son sentimientos al parecer necesarios, incluso innatos.
A fin de cuentas, venimos al mundo tan desvalidos y dependientes que cualquier novedad se convierte en una amenaza. Y a esas edades nacientes todo es novedoso e inaugural, así que los primeros sentimientos no son de amor precisamente sino de temor y desconfianza. Nacemos paranoicos y enseguida arremetemos contra quien se ponga delante. No es de extrañar, entonces, que nuestras primeras impresiones, cuando algo nos daña y molesta, siempre sean de perjuicio y menoscabo.
De esta lógica conviene extraer un interesante corolario. Puesto que el enemigo no solo es inevitable sino necesario, lo más inteligente es hacerle meritorio de nuestra confianza. En el fondo, todo amigo es el resultado de este equilibrio. Todo buen amigo es un enemigo en quien confiamos. Lleva las señas del rival y los adornos de lo falso, pues a un buen amigo no le garantiza la sinceridad, sino la mentira. Se salva si nos miente lo justo y necesario. Por ese motivo no nos conviene tener amigos excesivamente sinceros ni demasiado confiados. Más que amigos, son falsarios.
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