A primera vista hay algo injusto y gratuito en la inclinación a empezar las cosas por el final. Algo así como un gesto insociable que pretende ganar terreno y aprovecharse de los demás. Casi como si uno pretendiera defraudar a la administración y echar a ... las quinielas conociendo los resultados de antemano. Pero, más allá de este aparente ventajismo, también revelamos con ese hábito un rasgo de carácter y una inclinación particular. Digo esto porque, de repente, me ha inquietado que comience a leer el periódico de atrás a adelante, pues siempre o casi siempre lo hago. Solo renuncio a ello los días aciagos, cuando la noticia de primera página es tan relevante, y en general desgraciada, que sería un desprecio no consultarla de inmediato. Pero, un día anodino u ordinario, tumbo el periódico a poco de cogerlo y empiezo del revés, siguiendo una ruta descendente que me parece más cómoda y sugestiva.
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El asunto no pasaría de ser un hábito sin mayor trascendencia, bastante común por otra parte –al menos mientras el periódico era de papel–, si no me sucediera también con cualquier otra lectura. Tanto si se trata de un libro de ensayo, una novela o incluso un texto de intriga, me gusta enterarme del final antes de arrancar seriamente a leer. Prefiero conocer primero las conclusiones del estudio, el desenlace del relato e incluso el destino de la víctima o el criminal si se trata de un texto policiaco. Por eso animo a los amigos a que me cuenten la película que recomiendan cuando callan la historia, según ellos, para no estropeármela. Pero se equivocan, porque, si no me lo cuentan, antes de ir a verla consulto previamente el argumento en alguna página de cine.
Podría pensarse que, con esta manía, si es que algo así lo es, las artes pierden valor por culpa de mi ansiosa anticipación y no las saco todo el gusto que poseen. Pero vuelven a fallar. Yo paladeo mejor las cosas cuando han pasado y ya puedo ordenar su secuencia, apreciar su lógica y sorprenderme por su arbitrariedad, su insolencia o su desacato. Mientras no han acabado, la ansiedad y la precipitación me convierten en un espectador malo, que no disfruta tanto del camino directo como del contrario, el que permite volver a recorrerlo en la imaginación y saborearlo. Aunque esto también tiene algo de exageración, pues lógicamente no me sucede con todos los actos. Algunos solo existen mientras se consumen, y cuando vuelven al recuerdo lo hacen marchitados. Sin embargo, es cierto que mi nostalgia apela al futuro antes que al pretérito. Vive sobre una melancolía extravagante que remolca la utopía al pasado. Como si escondiera una cobardía empeñada en vivir de ida y vuelta, por duplicado.
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