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El libro que ofrece por título 'La dominación masculina', publicado en 1998 por el sociólogo francés Pierre Bourdieu, y repetidamente reeditado en castellano, contiene un ' ... post scriptum' rutilante que ocupa poco más de tres páginas. Un breve capítulo, doblemente atractivo, porque se trata de un autor de prosa a veces turbia y enredada, aunque de nociones claras y distintas, puramente cartesianas, que en ese corto espacio al que me refiero logra aunar el primor del estilo con la transparencia de las ideas.
Es, en pocas palabras, un estudio sociológico de las formas visibles e invisibles de violencia masculina que a diario anulan a la mujer y la encadenan como víctima. Pero, curiosamente, en esa suerte de posdata final trata de explicarnos la existencia de una tregua que neutraliza la hombruna cinegética y guerrera con que el varón somete a su pareja. Y esa pausa no hay que entenderla como una condescendencia más, de esas que habitualmente dedica el macho a la hembra, ya sea elogiando sus virtudes de cuidadora y entrega a los demás o ponderando su hábil manejo de la vivienda. No se trata en esta ocasión de abundar en esta despectiva componenda, que niega la igualdad real, sino de dar cuenta de una interrupción que llena de paz la irremediable disputa de los sexos y las personas.
Bourdieu se refiere al amor como un obstáculo insalvable para la dominación masculina. Pero no un amor cualquiera, sino al amor fati, al amor puro o pasional, es decir, el amor fundado en la plena reciprocidad, en la entrega de uno mismo a otro uno mismo, a la unión de dos soledades simétricas. Durante esa pausa no hay intereses, ni cálculos, ni rutinas, la entrega es perfecta y la identidad y el reconocimiento se vuelven innecesarios y se anulan o postergan. Una suerte de feliz anonimato rebautiza a los protagonistas y les invita a participar en una simbiosis carnal indisoluble y en un delirio compartido que roza la omnipotencia.
Con todo, si bien Bourdieu se pasma y congratula ante este respiro, no dice nada sobre su duración efectiva. Y es el tiempo, en muchas ocasiones o, mejor dicho, en todas ellas, el que rubrica o pone punto final al amor. Tres meses, dictaminó Kierkegaard, es el tiempo que nos debemos tomar para dar por finalizada una historia amorosa. Lo suficiente para que la pasión se esponje y revele todas sus cualidades de gozo, plenitud, paz y concordia, evitando al mismo tiempo caer en la amistad vulgar, la simple convivencia o dar el paso en falso de la unión marital.
Sin embargo, los tiempos a menudo se rebelan e imponen su arbitrariedad. Hay a quien el arrebato le dura años, aunque este estirón, más allá de las palabras del protagonista, sea difícil de comprobar. El enamoramiento tiende a ser breve casi por definición, pero hay virtuosos que lo consiguen prolongar o simplemente se lo acaban creyendo, pues es fácil y bastante cómodo engañarse sobre los sentimientos, en especial cuando se trata de un acontecimiento pasivo que rapta al actor y le arrastra entre turbulencias místicas.
Estamos hablando, por lo tanto, de una paz provisional. El enamoramiento romántico o pasional es un armisticio natural, casi fisiológico, que se interpone entre dos guerras. Una, la de la infancia, intentando escapar de la garra familiar y, otra, la propia de la adultez, donde rige el dominio y el enfrentamiento general. Entre medias, nos encontramos con esta suspensión pacífica de la voluntad que ejerce como rito de paso entre dos edades, como un compás de espera que se intercala entre dos etapas distintas. Vivimos un tránsito de elevación y encantamiento que, si bien permite escapar del yugo de la familia, te alista para otra batalla donde poner a prueba los sueños de paz perpetua y amor universal.
Es cierto, entonces, que podemos hablar justificadamente de tregua, pero en sí mismo el enamoramiento es también una declaración de guerra aplazada que, si bien nos permite alejarnos del nido, nos pertrecha y anima a la vez para otra contienda.
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