Por no pagar las deudas nos empeñamos y también nos deprimimos. Esta afirmación, algo desconcertante de inicio, sigue un camino diáfano y seguro. Primero, porque reconoce abiertamente que, por haber sufrido el inesperado accidente de aterrizar en el mundo, nos endeudados con el futuro. En ... segundo lugar, porque quedamos entrampamos con nuestros padres por habernos cuidado en la niñez, justo cuando más indefensos estábamos y más desvalidos. Y como es ley ancestral que los favores se paguen, nos obligamos el resto de la vida a devolver ese capital gratuito.
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Por otra parte, esta provechosa y doble obligación no se salda porque rechacemos la bondad del nacimiento, alegando que ni lo hemos solicitado ni fuimos previamente consultados o advertidos. Como tampoco se liquida porque nuestros padres no sean los más propicios y queden fuera de esa categoría tranquilizadora, de raíz psicoanalítica, que los identifica como «suficientemente buenos», como situados más allá de una frontera dulce y tierna.
Si aceptamos esta secuencia, no cabe duda de que en lo sucesivo pasaremos la vida restituyendo este obsequio primigenio y devolviendo por igual las ayudas prestadas, tanto al demiurgo creador que nos confió al azar a un domicilio, como al asalariado cuidador que nos ha atendido. Al menos, este es el deber que compromete a cualquier individuo justo, el mismo que nos previene del percance depresivo.
La deuda es el primer motor de nuestro deseo. Esto es lo que quería dejar claro desde el comienzo. Gracias a ella nos prometemos con los demás y nos obligamos a restituir lo recibido. A las gentes de corazón les distinguimos porque en todo momento intentan reducir su débito y porque lo hacen con sencillez y sin armar ruido. Se vanaglorian tanto más de sus éxitos cuando sirven para rellenar el descubierto de sus cuentas y el pago de sus compromisos. Tarea que no debemos circunscribir al círculo de la piedad, la entrega y el sacrificio, pues no hace falta inmolarse para desear largamente. Las expectativas del deseo apuntan más bien al desparpajo del placer y al buen hacer del hedonismo. Un buen epicúreo, que es el especialista del deseo más conspicuo, subordina todos sus goces al respeto de los ciudadanos y al cuidado de la comunidad. Para un epicúreo solvente cuidar del otro es como un juego preliminar, un regodeo preparativo o un prolegómeno sexual.
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Pero no solo la vida nos endeuda, sino que la muerte ocupa el mismo lugar. A los supervivientes más cercanos les llamamos 'deudos', no porque hereden los bienes del difunto sino por las obligaciones que contraen con quien acaba de expirar. En realidad, hacerse cargo de la deuda de los muertos en una condición indispensable para la convivencia en general y la buena salud del deseo.
El imperativo de la deuda del que vengo escribiendo se hace muy evidente ante una reacción imprevisible, la del niño desatendido o violentado que, ante el temor y la inseguridad, procura por todos los medios salvar a los padres de su yerro y echa sobre su pecho una culpa ajena que le lleva a abrazarse al agresor. Como si entendiera que la infancia no es buen momento para la venganza y decidiera aplazarla para una circunstancia más conveniente.
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Este movimiento inversor del niño, tan sorprendente como nefasto para la vida, que convierte a la víctima en culpable sin serlo, es responsable de que con el paso de los años el sujeto deje de sentirse deudor y se presente en sociedad como lo contrario, como incómodo acreedor. A partir de ese momento, se cree perjudicado y se vuelve insociable, arremete contra su entorno e intenta que se haga justicia y que le den por fin lo que en principio se le negó. Si lo pensamos bien, no es otro el germen del mal que nos destruye o nos abruma. Cuando no has recibido el capital inicial que te correspondía, lo más probable es que intentes conseguirlo quitándoselo a los demás. Ya señaló Rousseau que las desavenencias humanas empezaron cuando alguien cercó un espacio de terreno compartido y lo convirtió en su propiedad.
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