Durante muchos siglos hemos creído que la identidad nos pertenecía enteramente y que su interior era tan nuestro como los son el nombre y los apellidos. Tan solo la presencia de algunos elementos sobrenaturales, como ángeles, diablos y espíritus intrusivos, perturbaban parcialmente la legítima posesión.
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Sin embargo, con el correr de los tiempos hemos ido descubriendo otros componentes no tan propios. El psicoanálisis fue el primer proveedor a gran escala. La doctrina freudiana descubrió que hay Otro en nuestro interior al que llama inconsciente, que pilota nuestros deseos y dirige a su gusto el comportamiento y la voluntad de las personas. Inicialmente rechazamos de plano su descubrimiento, pero luego, poco a poco, su presencia se ha ido imponiendo. Se ha vuelto tan presente que la sociedad ha modificado su cultura para aceptar que hay un inquilino incómodo que impone su criterio y que acaba confundiéndose con cada uno de nosotros.
Más adelante, por si fuera poco, ese personaje, que vestimos con traje y fisonomía familiares, se volvió más impersonal. Es decir, más social e histórico, más general. Cada vez somos más conscientes de que los determinantes sociales se han incorporado a nuestro interior, dejando menos espacio para un yo particular. Estamos más llenos pero, curiosamente, más vacíos de personalidad. Coincidimos menos con nosotros mismos. Vivimos colonizados, okupados por huéspedes e inquilinos ajenos.
Viene a cuento este proceso para tratar de aclararnos un acontecimiento singular. Sucede que gran número de estudiosos se preguntan en la actualidad por qué tantos sujetos contemporáneos, bien criados, amados y suficientemente educados, dan muestras de fragilidad mental. Una circunstancia que antes solo encontrábamos entre quienes habían sufrido privaciones desmedidas o arrastraban amargos traumas desde la primera edad. Hoy, en cambio, la excelencia en los cuidados se ha vuelto, o lo parece, tan peligrosa como la carencia. El bienestar resulta tan tóxico como la tormentosa necesidad.
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Es cierto que, como explicación cómoda a este suceso paradójico, podemos reconocer que carecemos de término medio y que los mortales pecamos, ineludiblemente, tanto por exceso como por defecto. Pero otra causa posible es reconocer que estamos demasiado rellenos y que la cubierta mental, cada vez más fina y estrecha, está reventona y a punto de estallar. Quizá suframos realmente de una obesidad mórbida de la identidad, de un yo fofo y adiposo. Las redes sociales y los algoritmos han creado tal plétora informativa y cauces mentales tan simples y rígidos, que con facilidad nos sentimos poseídos, manipulados e invadidos ante la menor dificultad.
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