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Conversar con indiscreción y malicia sobre los demás es uno de los hábitos más extendidos del comportamiento español y universal. Para aceptar este hecho, bien ... sea en su simplicidad individual o elevado a la categoría de síntoma social, es fácil ponerse de acuerdo. Más dudoso, en cambio, es conocer el motivo que impulsa a las personas a entrometerse en la vida ajena y especular sobre los entresijos del prójimo. Pero sabemos que, ante todo, la costumbre del cotilleo tiene tras de sí una de las fuerzas más poderosas que impulsan al ser humano, la del deseo de poder y el ansia de ganar.
Desde Foucault ya no se entiende solo el poder como una instancia nuclear que oprime y coarta a los individuos, sino que también cabe asumirlo al modo de una herramienta necesaria para defender la autonomía y la libertad. Como todo en la vida, su talante favorable o perjudicial depende de la intensidad que presente, del fin que se proponga y de la oportunidad que le anime. Por otra parte, también se ha dejado de entender el poder como una lucha entre quienes ocupan los pedestales de la sociedad, que con sus pugnas intentan imponer como sea su potestad y estrangular al rival. Ahora lo consideramos inserto en simples relaciones de poder, consustanciales a cualquier ciudadano y presentes en todos los ámbitos de nuestro hacer y querer. Al hacerse omnipresente en amplios espacios, el poder es protagonista notorio en el amor y la amistad, en la oficina y el taller, en el terreno deportivo o en las reuniones de la comunidad vecinal. Allá donde mires te encuentras contendiendo con alguien o resistiendo el empuje de otros. Incluso el individuo más ermitaño vive en un pulso continuo con la sociedad.
El cotilleo también se alimenta de poder. Con su maledicencia y curiosidad en la mano penetra en las vidas ajenas, usurpa su intimidad, roba, desvela y difunde el secreto de sus víctimas. Con ferviente presteza inventa o calumnia con descaro sin permitirse dudar. De este modo, el cotilla crea un escenario en el que desposee al otro de su poder y le somete al suyo particular, siempre a espaldas del interesado y sin ofrecerle la oportunidad de defenderse. Introduce al damnificado en el corredor de la muerte y le mantiene allí torturado con habladurías y sometido a dimes y diretes hasta que, sin derecho a la defensa, decide darle muerte.
El ansia de poder nutre todas las batallas personales, que son innumerables, y provee a los cotilleos de sus argumentos naturales, que son infinidad. En la mayoría de ellos entra en juego la soberbia y vanidad de cada persona, lo que encandila al lector, al espectador y al usuario de redes, y les espolea desde fuera a intervenir y disfrutar como uno más en la contienda. El éxito de todos los programas y lecturas de cotilleo o de desuello virtual, vive de esta tentación que siente cualquiera para incluirse con sus opiniones en la ofensa o descargo que está en juego. La posibilidad de participar al mismo tiempo como público y como actor es una de las grandes ventajas del cotilleo y condiciona su triunfo arrollador. El cotilleo nos anima a ser partícipes de los conflictos en cualquier momento y nos induce a meter las narices y comprometernos donde nadie nos ha llamado expresamente. Y si la trifulca lleva incorporada la valencia erótica, con encuentros y separaciones, descaros y pudores, compromisos e infidelidades, se entrelaza el deseo sexual con el de poder y el goce es insuperable.
Solo en un caso el chismorreo invita a huir y no participar. Suele darse cuando en la polémica entra en juego la murga de la identidad. Aquí interviene la peliaguda cuestión de las esencias y conviene retirarse para no acabar pagando los platos rotos, que seguro que van a volar. En toda confrontación armada hay dos actores inevitables, la religión, es decir, la pelea por los dioses y el dominio de las conciencias, y el reconocimiento de la identidad, donde dirimimos con torva mirada por donde se orienta el sexo y si se es español, vasco, gallego o catalán.
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