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La convicción es uno de las herramientas intelectuales más dañinas y rastreras. Así lo pienso. De hecho, cuando alguien me dice que está convencido de algo, en lo primero que pienso es en una fuente de engaño y en un interlocutor cansado. Pienso en un ... ser rendido, paralizado y dispuesto a no salir de la trinchera donde se ha refugiado. En el fondo, todo sujeto convencido es alguien potencialmente violento que se siente en ventaja y se dispone a defender con uñas y dientes su posición. Por eso las personas que son elogiadas por sus grandes convicciones muevan a desconfiar. Amenazan siempre con quitarse la máscara y atacar. En cambio, quien no se cierra en banda y vive en medio de impresiones, hipótesis y simples pareceres, resulta un ciudadano pacífico, acogedor y comprensivo con las ideas ajenas. Un sujeto con ideales y escasas certezas es alguien que, como Vero, el abuelo de Marco Aurelio, destaca por su buen carácter y serenidad.

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Un individuo con convicciones es una persona que cree haber llegado a la meta y renuncia a dar el paso siguiente, el que conduce a dudar. Pero si pierdes el acicate de la duda y no das tu brazo a torcer, sustituyes el camino esforzado del saber por la entrega condescendiente a tu verdad. Es decir, a una verdad individual dispuesta a olvidar que la duda es el lubricante del pensamiento y que sin ella el motor se gripa y no se mueve más.

Ahora bien, el drama del conocimiento y por consiguiente del destino humano, se manifiesta cuando comprobamos que es imposible vivir sin convicciones. Sin esos puntos de apoyo no sabemos seguir pensando y tropezamos de continuo. Igual que la lógica necesita axiomas, vigas maestras y centros de gravedad, el pensamiento ordinario no funciona sin esos asideros. Los tiene el religioso y contribuye con ellos a lo que Freud llamó el delirio de la humanidad. Y los tiene el laico, sometido a un límite antropológico que le obliga a pensar bajo un régimen de convicciones. Todos somos como un alpinista, que necesita cuerda, piolet y fijaciones a la pared, pues sin ellos nos vamos caer. Aunque la peor caída es hacia arriba, hacia la cumbre, donde nos amenaza el peligro de creernos en la verdad.

No hay nadie sin convicciones. Incluso el demagogo y el oportunista, el cínico y el caprichoso, que parecen indiferentes y dan a cualquier certeza un valor discrecional, tienen a su propio yo como suprema verdad. Además, no hay convicción que no se acompañe de amnesia y silencio. En cuanto uno se siente convencido se abre a la posibilidad de olvidar y callar. O más bien al revés, es cuando nos conviene estar en silencio y no recordar, cuando la convicción cristaliza y deja el pensamiento desairado y vacío.

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