Sorprende e inquieta a la vez que en algunos periodos de la historia los ciudadanos se muestren plenamente convencidos de alguna idea sospechosa. Así sucede hoy en día, cuando las convicciones extremas se esgrimen con fuerza insólita. Las opiniones se polarizan espontáneamente y entablan una ... suerte de guerra civil ideológica.
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En realidad, las convicciones son inversamente proporcionales a la calidad y amplitud del deseo de las personas. Cuando el deseo se oxida o se acelera en exceso, el sujeto pierde amplitud de miras y se protege con el escudo de las certezas. En cambio, un deseo coherente, lento y paciente, más amigo del placer del caminante que de las tracas finales, le protege a uno por sí mismo sin necesidad de recurrir de continuo a las seguridades del convencimiento.
El deseo es escéptico por naturaleza. Se sostiene sobre sus propias limitaciones. Sin embargo, las dudas del deseo no siempre paralizan ni ocasionan ataraxia. Al revés, son dudas estimulantes y creativas. Un deseo es sano cuando, una vez satisfecho o frustrado, puede ser sustituido por otro que ocupe su lugar. En este sentido el deseo es puramente científico. A la ciencia la define su condición de refutabilidad. Un conocimiento es científico mientras se reconozca rebatible, ya sea al instante o con el tiempo. Del mismo modo, cuando el deseo se estrecha y encoge pierde su condición principal, y en vez de ser sustituido por otro deseo, que es lo deseable, lo es por alguna convicción que paraliza el proceso. Por eso decimos que el fracaso del deseo solo conlleva guerra o depresión, que son momentos de convicción arrogante y desgarrada.
La guerra, incluso, aspira a ser es el antídoto de la tristeza. Durante la primera guerra mundial llamó la atención el entusiasmo jovial con que las tropas salían pertrechadas hacia el frente de batalla. La alegría duró poco, naturalmente, porque crecía en el seno de un engaño, de la tonta impresión de que defender la patria y matar gente podía curar la melancolía. Es curioso también que, durante el Tercer Reich, fuera tan valorada la palabra «fanático». Todo lo excelso, para el nuevo régimen, debía estar coloreado por el fanatismo. En este gesto apreciamos cómo la conciencia se estrecha en torno a unas convicciones que sustituyen a un deseo agostado y concluyen en exclusión y asesinato. Los hombres matan cuando ya no saben qué hacer para entretenerse.
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El placer, que es la veleta del deseo, nos salva de muchas tonterías y deja de hacerlo cuando en vez de contentarse con una dosis limitada pretende complacerse con la totalidad. En ese caso, señalan los psicoanalistas, el goce sustituye al placer e inocula en la satisfacción el germen de la convicción y la destructividad.
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