En estos tiempos saturados de noticias falsas, bulos y mentiras de Polichinela –esas que por mucho se repitan no engañan a nadie, ni siquiera a quienes las crean, no importa tanto conocer la verdad de las cosas como si son ciertas. Y son ciertas cuando ... así lo decidimos, lo que no garantiza ni mucho menos que sean verdaderas. Algunos estarán pensando que propongo un trabalenguas y que me aprovecho de que hay mucha confusión en torno a estos asuntos, que incumben tanto al núcleo de la filosofía como a la más vulgar hermenéutica, para crear confusión y pasar de largo sobre el tema. Pero les invito a leer unas líneas más antes de juzgar.
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Lo primero que conviene aceptar es que la certeza la conceden las personas mientras que la verdad pertenece al interior de las cosas, a su esencia. Por eso la verdad se impone espontáneamente, sin necesitar mucha reflexión, a lo sumo viene acompañada con algún aspaviento reflexivo más o menos meditativo. Reflexionas mientras que la verdad pertenece al interior de las cosas, a su esencia histérico o llamativo. La verdad es más profunda, interna y ontológica que la certeza. Exige reflexión y observación de sí mismo. Además, pone al sujeto en peligro, pues con frecuencia la materia que descubre es incandescente y los resultados conducen al desequilibrio. Con razón se ha dicho –Nietzsche– que uno es tanto más sano y sólido cuanta más verdad resiste. La verdad siempre viene a incomodar y entristecer y si, pese a ello, la buscamos es sencillamente por curiosidad, por deseo de saber, por humanidad, porque hace persona a la persona, porque llama a morir y fracasar.
En cambio, la certeza es deshonesta. Anima poco a conocer. Más bien ayuda a dejar de pensar. Las convicciones son cerrojos que bloquean la razón e impiden el pensamiento. En realidad, nos atraen más las certezas que las verdades, pues mientras estas desequilibran e incomodan, aquellas nos sirven de asideros y defensas.
En compañía de lo cierto flotamos y ascendemos. En cuanto tenemos la oportunidad nos agarramos a una convicción y tratamos de rodearnos de un ejército de correligionarios que compartan la misma evidencia. No es de extrañar, por lo tanto, que la certeza llame a la fruición y al dicharacherismo, en la misma proporción que la verdad lo hace hacia la austeridad y el silencio.
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La verdad, por ahondar más, es singular y poco transmisible, se sugiere o simplemente se recela, pero no se comparte en sentido estricto. En cambio, las convicciones estás hechas para unir, para engañar y para entusiasmar a las personas. Las guerras prosperan bajo el estímulo de la fe y la certeza, mientras que la paz crece al amparo de la verdad, es decir, de la duda y la sospecha.
Todas las guerras son científicas. Por eso en la modernidad han florecido las más crueles y gigantescas.
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