Feos, gordos, negros
«Dejamos que la barrena de lo políticamente correcto vaya haciendo añicos, uno tras otro, los iconos que nos conformaron: Machado, un pedófilo; Baroja, un misógino; Miguel Hernández, un falócrata; Lorca y Picasso, dos adalides del sufrimiento animal»
No es nuevo, ni mucho menos, el fenómeno de la censura de los cuentos infantiles. Quien haya tenido la ocasión de leer los textos originales ... de Andersen o de los hermanos Grimm, sabe de lo que hablamos. Pero lo del remolino de la inspección técnica de los cuentos de Roald Dahl, ya entrados en el segundo decenio del siglo XXI, empieza a cobrar cuerpo de paradigma. Paradigma de la capacidad de los gendarmes del pensamiento único para imponer su labor contra educadora aún a costa de los poetas muertos.
No sé si los libros de Xi Jinping, traducidos a 24 lenguas, se han vendido ya tanto en el mundo como los de Roald Dahl. Pero desde luego el líder chino no es el único que piensa que la felicidad del ciudadano es más importante que su libertad. En Europa ayudamos lo nuestro a alimentar a la bestia. Desde el Reino Unido de los Puffin Books hasta la Rusia de Vladimir Putin, cuyo rasputín, que lleva por nombre Vladislav Surkov, es por cierto un lector avanzado de Jacques Derrida, el maestro francés del posmodernismo y la deconstrucción. Por allí, como por aquí, deconstruyendo la palabra deconstruimos la cultura. Dejamos que la barrena de lo políticamente correcto vaya haciendo añicos, uno tras otro, los iconos que nos conformaron: Machado, un pedófilo; Baroja, un misógino; Miguel Hernández, un falócrata; Lorca y Picasso, dos adalides del sufrimiento animal. Y deconstruyendo la cultura y la palabra, al final nos deconstruimos a nosotros mismos.
Hay ocasiones, como ésta en la que la Real Academia Española vuelve a permitir que acentuemos la palabra sólo (como siempre hemos hecho por costumbre y por sentido común), en que parece que el proceso de derribo tiene marcha atrás. Pero no hay que engañarse. La censura, y su hermana diabólica, la autocensura, caminan por las calles, viajan en los trenes, escriben desde las redacciones y los despachos de las editoriales revisando la historia para reescribirla según los dictados del algoritmo o de la audiencia bien pensante. Cortando de aquí y pegando de allá para sustraer la verdad y travestirla. Extendiendo para todos los públicos el lado más estúpido de los cuentos infantiles. O de los cuentos chinos. Pervirtiendo su auténtico valor de herramientas para afrontar la diversidad y la complejidad del mundo.
Hoy, en marzo de 2023, por si alguien guarda el papel antes de que se difunda una versión políticamente correcta de este artículo, todavía escribo en un periódico en el que puedo decir gordo, y feo, y negro, y hasta cajera de supermercado sin más desdoro que el de utilizar con mayor o menor justeza el término, para describir la realidad a la que me refiero.
Puedo reivindicar también que el diccionario de la Española mantenga la palabra gilipollas para hablar del modelo de niños, de seres humanos que los agentes del pensamiento único se afanan en construir sobre el polvo de nuestra voluntaria deconstrucción. Y hasta puedo proclamar (creo) que no soy un robot, porque todavía distingo, en las webs oficiales, las letras y los números fláccidos, como los sueños de Dalí, que disciernen entre la inteligencia artificial y la simple inteligencia. Dudo mucho que los nuevos lectores de Roald Dahl, al que sus herederos han traicionado de manera tan bochornosa, tengan mañana las mismas oportunidades que yo de decir lo mismo.
También quiero recordar que Cervantes dijo, por boca de Don Quijote, aquello de «La libertad, Sancho, es uno de los más preciosos dones que a los hombres dieron los cielos», antes de que nos llegue una nueva versión oficial que le haga decir al loco caballero, por ejemplo: «La felicidad, Sancho (o Xi, o Donald o incluso Pedro), es uno de los más preciosos dones que a los ciudadanos dieron los grandes constructores de nuestro tiempo». Amén.
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