El volcán tiene una presencia, un rostro inequívoco: la vida perdiéndose. Cuando el Hércules de la naturaleza tiembla en su lecho el humano lo siente en su alma. Einstein dijo que Dios no juega a los dados con la naturaleza, pero ésta juega a los ... dados con la vida, Wittgenstein dijo que de lo que no se conoce es mejor no hablar. Hemos turbado el sueño del fauno de la naturaleza con nuestro abuso. Si el destino unívoco de Hombre y Naturaleza es gastarse, morir, retrasemos lo que nos sea dado el acontecimiento, pues si todo lo que existe merece perecer, lo sea a su debido tiempo.
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También despiertan los volcanes. El Vesubio operístico, el níveo Fujiyama, y el Teide, arcano guanche. Un volcán guarda en sus entrañas desde hace 23 siglos al único filósofo que se ha arrojado a su cráter, el Etna, en Sicilia. Aquel Ícaro se llamó Empédocles, no quiso exquisiteces platónicas y aristotélicas, y sintiéndose un Dios, decidió que su única patria era el Etna y sin más se precipitó en él.
Volcán, su sola mención estremece. Fuego y ceniza se aman y la vida muere. La ecuación es inexorable. Son simples suspiros de la naturaleza, y el humano es el indefenso ser incapaz cuando el gigante despierta.
La charada de la vida no tiene solución. Hacemos frente al seno virulento de la naturaleza, como sí ésta tuviera dimensiones y comportamientos humanos, como si los ciclos naturales tuvieran en sus reajustes algo que ver con nuestras energías, incluso con nuestra mente.
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